Caminaba por las calles de Chicago. Estaba sola y al mismo tiempo rodeada de gente. Hacía años que no me había sentido así. Tenía frío, mucho frío. Metí las manos en los bolsillos de mi campera negra que me llegaba hasta la mitad del muslo y toqueteé las cosas que tenía dentro. Un esmalte de uñas rojo, un inhalador y papeles de caramelos. Hundí la nariz en mi bufanda blanca que me cubría el cuello y gran parte de la cara.
Había salido de mi casa únicamente a comprar una leche para Toby, mi sobrino. En ese momento me estaba arrepintiendo de haberme ofrecido. El problema de ser abnegada. Tenía una inexplicable tendencia de hacerme cargo de los problemas del resto. Supongo que era porque no me gustaba ver a la gente renegar y quejarse de todo.
“Acabo de volver del trabajo y no quiero ir a comprar la leche” Había dicho Sandy esa tarde “Además de que hace mucho frío y estoy agotada” parecía realmente agobiada “Pero claro, yo soy la única que vive en esta casa y por lo tanto nadie va a hacer las cosas por mi” era usual escuchar frases de sarcasmo brotar de la boca de mi hermana “Yo siempre hago todo. No paro un minuto. Y el padre de esta criatura se debe de estar rascando el culo” Tobías lloraba y lloraba y, cómo era mi debilidad, abrí mi gran bocaza y solté:
“Sandra, yo voy a la tienda. Solo procura mantener al niño con vida hasta que llegue” Me paré del viejo sillón para dirigirme al nene que estaba en un corralito, alzarlo y apoyarlo en las piernas de su madre. Ella lo sujetó con fuerza y él sonrió ampliamente, dejándonos ver los dos pequeños dientes sobresalir de su ansía.
Caminé hasta el comienzo de la escalera y grité:
”Steven, ¿Necesitas algo? Voy a la tienda” Ofrecía, nuevamente, pensando más en los demás que en mí. Era posible que mi allegado me pidiera unas zapatillas y yo gastara mi sueldo en él. Me sentía culpable por que no tuviera una madre. De alguna manera, había decidido representarla mientras ella esté en la cárcel.
“No” contestó el joven de 14 años.
Y, al cabo de dos minutos, ya estaba caminando por la avenida Michigan. Nosotros vivíamos en un departamento ubicado en el pasaje Francia, que era paralela a la calle más concurrida de toda la ciudad. Lo pagábamos entre Sandy, Robert (mi otro hermano) y yo. No era fácil mantener a una familia de 5 personas, con el sueldo mínimo de 3. El lado bueno de todo esto era que me faltaba un año para cumplir 18. Un año para dejar la escuela. Un año para comenzar mi vida desde cero. Pero tenía miedo. Ya sabía desde ese momento que no podría abandonar a mi familia. No a Steve y a Toby, por lo menos; ellos necesitaban de alguien para vivir. Ese alguien podría ser yo. Sandra no era apta para estas cosas, teniendo en cuenta que desde pequeña sufrió esquizofrenia. Y Robby, mi querido Robby, nunca estaba en casa.
A Sandra, como discapacitada, le dieron un trabajo fácil en una gasolinera, donde lo único que tenía que hacer era chequear que en los baños siempre haya papel higiénico y que las mesas de café se mantuvieran limpias. Durante unos meses intentó trabajar doble turno. Por las noches servía como mesera en un antro. Pero entendimos perfectamente su situación y dejamos que pase más tiempo con su hijito. Robert trabajaba en una concesionaria durante el día, y el resto de su tiempo lo gastaba como ayudante en un casino.
Llegué al negocio y caminé por entre las góndolas hasta llegar a la sección de lácteos. Agarré el envase más barato, y luego de chequear que no estuviera vencido, fui a pagarlo.
“Que feo día, ¿No es así, cariño?” La vendedora se llamaba Jane Perkins, y tenía alrededor de 80 años. Era la dueña del local. Sus achinados ojos me sonrieron.
“Espantoso” Convine, y luego de pagar la mercancía, salí por donde había entrado.
Caminé las sobrepobladas calles de mi ciudad natal hasta pasar por una tienda que vendía cosas de deportes. Unos guantes de boxeo relucían en la vidriera. Entré al comercio y en seguida unas empleadas me recibieron. No estaba acostumbrada a entra a esta clase de negocios. Por lo general todo lo compraba en lugares de segunda mano.