El principio del final

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Nota del autor: He decidido incluir una banda sonora a cada capítulo. Pulsa el play del video y, luego, continúa leyendo...

Año 1230 después de Cristo. Región de Crimea, Serenissima Repubblica di Génova.

Alan contemplaba maravillada los primeros rayos de sol, que se filtraban entre las ramas de los árboles para caer sobre el manto de nieve que dejó la ventisca de la noche anterior. Respiró hondo, intentando absorber todo el aire que le rodeaba. Se impregnó del sutil aroma del invierno: el olor a madera quemada de las chimeneas, la fragancia a tierra mojada que ascendía lentamente... 

A su alrededor, el poblado hervía lleno de vida, ajeno al intenso frío que traspasaba las ropas de piel y calaba hasta los huesos. Junto al pozo, la hija del herrero subía y bajaba el cubo de madera una y otra vez, llenando los cántaros de piedra que reposaban a sus pies. Varios niños pasaron corriendo junto a ella. Caían una y otra vez, revolcándose sobre el hielo mientras reían a carcajadas. Era maravilloso vivir en paz, aunque no siempre fue así.

Los mongoles nos acusaron de quebrantar la Yasa, el código de leyes bajo el que se unieron todas las tribus nómadas de Asia. Durante años, nos vimos obligados a huir. Cada nueva tierra conquistada extendía los brazos del Imperio Mongol, lo que nos obligaba a marchar hacia lugares más lejanos, fuera del alcance de los que habían sido nuestros hermanos. Muchas tribus perecieron durante la migración. Algunas, a manos de los guerreros nómadas; otras, bajo las armas de los soldados que intentaban defenderse de la invasión mongol.

De una u otra forma, nos habíamos convertido en unos parias que no tenían más cobijo que el abrasador sol del día y el traicionero frio de la noche.

Nos tenían miedo; al fin y al cabo, ¿Quién no tiene miedo de enfrentarse a su propia esencia?

Afortunadamente, los genoveses nos aceptaron en sus tierras y nos permitieron asentarnos en pequeños poblados. Las condiciones eran simples: rendir tributos al obispado y convertirnos a la religión cristiana; algo que aceptamos gustosos, embelesados por la falsa ilusión de volver a tener un hogar.

Durante años, la convivencia funcionó, aunque en los últimos meses, las sospechas del obispado acerca de nuestras prácticas religiosas nos habían colocado en una situación bastante delicada. Circulaban rumores sobre poderosos soldados que portaban una cruz enorme en el pecho, pintada en rojo sobre un inmaculado fondo blanco. Registraban los poblados en busca de herejes y quemaban a todo aquel que hubiese renegado del cristianismo. Sus métodos para encontrar a los paganos también corrían de boca en boca; al parecer, eran auténticos maestros en el arte de la tortura. Había quien aseguraba que podían mantener conscientes a los reos durante horas, a pesar del tremendo dolor que infligían a sus cuerpos.

Alan, mi madre, siempre decía que sólo eran historias que nacían del fondo de una jarra de vino.

Mi madre aparcó a un lado sus pensamientos, y yo lo intuí. A su derecha, un perro blanco con las orejas llenas de manchas negras, correteaba tras varias gallinas y levantaba nubes de plumas cada vez que estas esquivaban sus embestidas. De repente, el perro se quedó quieto, agachó las orejas y se marchó con el rabo entre las patas. Mi madre frunció el ceño; algo iba mal, aunque yo no conseguía saber qué era.

Extraños olores llegaron arrastrados por la brisa: era algo quemándose, aunque no pude identificar de qué se trataba. Agucé el odio y capté un sutil golpeteo que crecía en intensidad a cada segundo que pasaba. No cabía duda, eran caballos al trote. Aún se encontraban lejos del poblado, pero no tardarían en llegar.

- ¡Tocad la campana! – Gritó Alan a los centinelas que custodiaban el arco de piedra que daba acceso al interior del poblado. No entendía cómo aquellos dos inútiles no habían captado el tronar de los caballos.

En ese momento me escondí bajo la manta. Mi madre odiaba que la espiara y, aunque me esforzaba en obedecerla, nunca dejaba de curiosear todo lo que hacía. Entró en casa a toda velocidad. Golpeó con las manos un bulto que se movía bajo una gruesa piel de oso y mi rostro emergió de ella.

- Vístete. Tienes que marcharte de inmediato.

- ¿Que dices, madre? – protesté con el pelo alborotado y los ojos hinchados.

- No tenemos tiempo para explicaciones... Ya sabes lo que debes hacer... No dudes, no vuelvas atrás... Debes llegar a las cumbres y cuidar de los demás.

Yo había sido escogido por el consejo para hacerme cargo del resto de niños del poblado si las cosas se ponían feas. Era el mayor, y el más fuerte. La verdad es que me sentía orgulloso de que los miembros del consejo me considerasen el más indicado para cuidar de los otros chicos llegado el caso; sin embargo, ahora que había llegado el momento de cumplir con mi deber, el pánico se enredó en mi estómago y odié aquella ridícula decisión. 

¿Por qué no se marchaban todos a las montañas? El grupo siempre debía permanecer unido.

- Pero madre, no quiero marcharme. Puedo luchar. - Me mojé los ojos en un barreño de arcilla que descansaba junto a la chimenea -. No pienso dejar que nadie te haga daño.

Alan se colocó a unos centímetros de mi y me clavó la mirada.

- Obedecerás mis órdenes sin rechistar. - Me colgó un zurrón con agua y comida al hombro y me acarició el pelo -. Cada vez quedamos menos... Si de verdad me quieres, cumplirás con tu deber. La cima de la montaña es el único lugar seguro, encontrarás caza y refugio entre los riscos. - Mamá me cogió del abrigo de piel y me pegó contra su cuerpo -. Recuérdalo, hijo: cuida de tu hermana pequeña, y de todos los demás.

A pesar de hacerme el fuerte, lloré cuando me colocó en el cuello un hilo de piel del que colgaba un enorme colmillo blanco que reflejaba la luz de las llamas.

- Ahora márchate y no mires atrás. No vuelvas nunca. Cuando las nieves se fundan, debes huir hacia el Oeste. - Me besó en la mejilla y nos fundimos en un doloroso abrazo.

Unos minutos más tarde mi hermana Ayrin, doce niños más y yo, caminábamos sobre la nieve rumbo al pico del muerto. Aquellas escarpadas laderas que quedaban al norte del poblado debían bastar para sobrevivir al que sería el invierno más duro de nuestras vidas.

Todos los miembros del poblado nos observaron subir por la ladera, hasta que nuestras figuras desaparecieron entre los abetos. 

Sabíamos que nunca volveríamos a verlos.

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