5 - Las emociones de Émeren

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Émeren ni siquiera sabía cómo se sentía.

A veces la sirena lo irritaba. La veía como una niña ignorante y curiosa que no podría averiguar nada sobre él, y si lo hiciera, se asustaría. O pensaba que debería. Engañar a la muerte debería darle un poco de respeto de parte de los demás, al menos.

Otras veces recordaba cómo era el sentirse curioso por algo de lo que no sabía nada. Cómo se emocionaba por descubrir cosas nuevas y la satisfacción de dominarlas por completo, de haberlas memorizado y poder explicarlas con claridad a los demás. Esas veces, sus ataduras pesaban un poco menos.

Aunque sus visitas lo incomodaban, era lo más interesante que le había pasado hacía años, así que sin darse cuenta siquiera, se volteaba a la derecha mirando a la roca donde ella se asomaba antes de mostrarse por completo ante él. Se había aprendido la hora aproximada a la que ella llegaba. El lugar exacto en donde ella apoyaba los dedos cada vez.

Se tuvo que reprender por eso. ¿Desde cuándo le importaba lo que hicieran los otros? Atribuyó su comportamiento al degrade de su cerebro y de su mente, y nada más que eso.

Pero eso se le olvidaba cuando veía unos pequeños dedos y una melena dorada asomarse tras la roca. Se le aceleraba el corazón. Desviaba la mirada, haciéndose el desinteresado, como si su soledad fuera suficiente y no necesitara nada más, como si ese cambio en su rutina no fuera la gran cosa.

No le entendía nada las primeras veces que ella intentó hablar. Sirenio, una lengua jamás estudiada por humanos. Casi se emocionó de nuevo, pensando que podría ser el primero en aprenderla y usarla, cuando recordó que no tenía papel. Pero se maravilló cuando comenzó a captar algunos chillidos y palabras repetidas. Debía haber un patrón en ellas. Escuchaba con atención todas las veces que ella intentaba comunicarse.

Sólo porque no tengo más nada que hacer, se decía. Sin querer admitir que le emocionaba mirarla, especialmente porque iba por ahí mostrando el pecho que no le tapaba la melena.

Se llegó a preguntar porqué las otras sirenas que vio tenían el cabello largo, y ella no. Se regañó a sí mismo de nuevo. ¿Qué importa? Tal vez la habían castigado, tal vez era un ritual, algo burdo y tonto que no importaba, venido de una sirena poco civilizada que ni siquiera se vestía. Ella no importaba, él sí. Émeren el consejero era el importante en ese escenario.

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A veces se preguntaba si ella no estaba pensando en deshacerse de él.

Se puso a pensarlo. Él era un intruso en su mundo. Un ser vivo atado a su hábitat, tal vez ella lo consideraba una amenaza. Pero sus conversaciones no parecían tratar ese tema.

Comenzó a comprenderle algunas de sus frases. Por supuesto, fue muy difícil y le llevó mucho tiempo, pero ordenó en su cabeza muchas cosas, y estaba seguro que le comprendía lo suficiente, y podría comunicarse con ella de haber podido hablar, o al menos, mover las manos.

Ella ya no le tenía miedo. Podía saberlo por la manera en que lo miraba. Era una curiosidad infinita, nada más. Incluso le preguntaba algunas cosas, o le señalaba cosas mientras hablaba, como albergando la esperanza de que él le entendiera.

Pensó que de haber sabido que él sí le entendía un poco, se hubiera sorprendido y asustado.

Cuando ella se iba se esforzaba en repetirse las frases que ella había soltado. Cuando no podía recordar mucho más, o repetirse mentalmente los sonidos que había comprendido, intentaba recordar su propia vida.

El volver a sentir dolor había sido lo más inconveniente de todos esos años.

Dolor por no recordar a casi nadie. ¿Cómo eran sus padres? ¿Su rey? No le llegaban sino formas y colores borrosos. Lo único que podía recordar esa ese ser dorado que lo arrastró allí.

"Ghanos".

No había pensado en su nombre por muchos años, y el solo recuerdo lo hacía rabiar. ¿Que ése no tenía mejores cosas que hacer que lanzar humanos al fondo del océano? Cosas de dioses, mover el viento, apagar volcanes o dormir colosos. ¿No? Tal vez era el semidios más inútil de todos. Como si castigar humanos fuera a cambiarlo todo.

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Un día, ella estaba sentada frente a él, y un pequeño pez se pegó a su oreja. Ella se rió, dejando que el pez le quitase células muertas y le limpiase. Se contenía la risa lo más que podía, sonreía y se mordía los labios para no hacer mucho ruido.

Émeren sonrió, cruzando su mirada con la de ella. Tuvo el impulso de acercarse, pero las cadenas lo detuvieron. Tronaron y asustaron a la sirena. Ella se alejó un poco, como por acto reflejo, y no se quedó mucho más.

Ahora recordaba lo que era la impotencia. Émeren no podía hacer nada. Ni pedirle que se quedara. Ni disculparse por el ruido que hizo tan estúpidamente.

Luego, se regañó a sí mismo de nuevo. ¿Estaba conmovido por una sirena? El aislamiento era lo que lo tenía así, tan blando y tonto.

Ella era su único contacto con el mundo, su única evidencia de que aún vivía, y aún había vida en el mundo. Bueno, ella y algún pez solitario que pasase por allí cada cierto tiempo, dándole cierto color a su día, buscando comida en un sitio donde no crecía nada.

Ella regresó días después. Él intentaba mover los brazos y las muñecas, atrapadas en la cerradura con aberturas pequeñamente crueles, donde a duras penas podía girar el puño y mostrar la palma de su mano. Se preguntaba qué tanto podría comprenderlo si intentaba comunicarse con las manos, pero podía moverlas tan poco...

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Óin lo observaba con cierta lástima mientras intentaba mover las manos. Le hacía sentir mal verlo así, totalmente impotente, sin posibilidad de moverse, de huir, de comer... Pero esa vez ella no había ido a visitarlo, sino a recolectar huevos que unos peces habían dejado cerca de un coral cercano. Se dio cuenta que, frente a él, sólo había una roca fría y oscura. Donde no crecía nada. Donde no pasaba nada en todo el día, y se le rompió el corazón entendiendo que su castigo tampoco le permitía apreciar absolutamente nada de lo que ella conocía. Tal vez, no había visto ni un pez en todo el tiempo que había estado allí.

Ella trasplantó una pequeña alga frente a él. Algo pequeño recién brotado.

Se volteó antes de irse, y se complació viendo que el humano se quedaba viendo a la planta encantado, porque atraía a pececillos que iban a averiguar si cerca había comida o no.

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Émeren cambió de posición las piernas, justo el momento en que la sirena llegaba. Ella se tapó la boca sorprendida.

"Supongo que será tan especial como lo es para mí su cola".

Y lo era. Ella miraba como si fuera un espectáculo de malabares, sin atreverse a acercarse tanto. Émeren la complació moviendo los dedos de los pies y estirando las piernas hacia el frente, una posición que le cansaba demasiado y que no mantenía mucho tiempo.

A él también le fascinaba su cola, ágil, grácil y rápida. La comparó con una bailarina, y se alegró de poder recordar las piernas de algunas de ellas. Los largos velos y telas que usaban al bailar y moverse, pero no le llegaba a los talones a la naturalidad de la cola de su nueva acompañante.

Émeren se distrajo y sintió el cuero en su cintura moverse. Ella miró con extrañeza debajo, y Émeren se tapó intentando no hacer chillar las cadenas, sonrojado.

"Al menos ese maldito no me dejó aquí desnudo."

Se preguntaba de qué sería ese cuero, tan resistente, que no se había podrido ni ensuciado por tantos años. Y de nuevo olvidó todo lo que pasaba por su mente, porque la sirena se estaba riendo de nuevo, y lo hizo sonreír.

Tuvo otra sensación, más agradable, que esta vez no pudo identificar.


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Nota del autor: Editado :)

Prisionero del océanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora