Émeren hubiera descrito el sitio o sensación como una oscuridad infinita. Se le fueron mostradas todas sus faltas. Todas las veces que pudo haber ayudado a alguien, dado oportunidades, confiar, perdonar, querer... y no lo hizo. Todas las veces que vio con indiferencia las injusticias y crueldades que otros o él mismo cometía. Todas las veces que fue arrogante y sólo pensó en sí mismo. Todas las mentiras de su vida. A toda la gente a la que decepcionó.
Entendía que había actuado muy distinto a como sus padres les hubiera gustado. Pero en el fondo, no le importaba. No estaba arrepentido de sus éxitos, de todo lo que había logrado. ¿Qué eran esas acciones que no hizo, comparado con el conocimiento de un dios? ¡Había engañado a dos reyes, había sido el humano más culto, sabio e importante! ¡Claro que no estaba arrepentido de nada! La humanidad no podía importarle menos. ¿Qué era la humanidad, al lado del conocimiento de todo el mundo?
Un semidios encargado de esas cosas lo tomó por el cuello y lo arrastró cielo, tierra y mar adentro hacia su prisión. Lo ató sin ningún esfuerzo a una plataforma negra con cadenas y cerrojos negros y pesados, forjados en el centro del mismo sol. Un cerrojo que no se oxidaría ni debilitaría con el tiempo. Un metal eterno, que no podía ser quebrado ni doblado ni engañado por su portador.
Le dio su sentencia. Su castigo no terminaría sino el día que reconociera sus faltas, aprendiera de sus errores, y la recompensa sería discutida cuando el día llegase. ¿Paz? ¿Libertad? ¿Muerte, al fin? ¿Nueva vida? Émeren no escuchaba, no quería escuchar. ¿Reconocer sus faltas? Ni que estuviera loco.
El semidios, un ser brillante, resplandeciente, hermoso y eterno estaba sotalmente seguro de que su prisionero no iba a recapacitar, porque veía dentro de él, el orgullo de alguien que había engañado a dos reyes y a la misma muerte.
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Óin detalló fascinada que el humano también tenía pequeños y delgados cabellos en los brazos y el pecho. Notó finalmente sus pies. No sabía cómo se moverían, cómo funcionarían, pero estaba fascinada con ellos. Su entusiasmo fue interrumpido por el ruido que hizo el humano al moverse un poco. El metal chocó contra el metal la asustó, le recordó el peligro de su imprudencia. Chilló y se alejó lo más rápido que pudo de él.
Pasaron algunas semanas. A Óin le gustaba su cambio de rutina de vez en cuando. Se despertaba todos los días temprano, se reunía con otras sirenas a planificar sus quehaceres del día -que podían ser reparación de armaduras o herramientas, creación de armas, confeccionamiento de joyería de los tritones líderes, o cuidar tritones pequeños mientras sus padres salían a cazar. Y algunas tardes salía a visitar al humano.
Óin no se distraía con sus labores en el día pensando en el humano. Tenía una reputación de confeccionadora que debía mantener. Tenía una vista y gustos muy finos para la joyería y decorado de armaduras. Trabajaba con rapidez y precisión en esa tarea, y era lo suficientemente eficiente en otras. En las tardes, solía pasear con sus compañeras, bromeaba con otras y a veces filtreaba con otros tritones. Pero el cambio en la rutina era muy tentador, y cada vez se le hacía más frecuente ir a ver al humano. Otros tritones de hubieran aburrido, pero Óin se fascinaba imaginándose las razones por las cuales él estaba allí. Qué le diría si pudiera hablarle, y otras cosas.
Le hubiera gustado mucho aprender cosas de él. Preguntarle sobre la rutina de los humanos, cómo vivían, qué comían... Le gustaba observarlo e imaginarse historias sobre él, o imaginárselo con otras expresiones en su rostro. Su mandíbula cuadrada tal vez le combinaría con unos hoyuelos en las mejillas, tal vez, le salían cuando sonreía. Si abriera mucho los ojos, pudiera saber de qué color eran realmente. Si pudiera estar de pie y nadar con ella, pudiera saber qué tan alto era.
Pero no olvidaba que estaba atado al suelo, y tras de eso había un motivo que ella no conocía. Se dio cuenta que tal vez, no le tenía miedo porque simplemente no podía hacerle daño.
¿Qué tal si, de haber estado libre, la hubiera atacado? No sabía qué tan fuertes, rápidos, violentos o letales eran los humanos. Sabía que comían peces, como a veces los tritones los comían... ¿Y si comían tritones? ¿Y si se comían entre ellos, como los Ok'da Um, a veces? Todas esas preguntas se las planteaba mientras se le quedaba mirando, a veces, él le devolvía la mirada. Cada vez menos irritada y más resignada por sus visitas.
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Desde hacía muchos años Émeren no experimentaba la sorpresa.
Tampoco había sentido la irritación, la impaciencia o la resignación desde hacía mucho tiempo. Había momentos en los que contaba los días que pasaban, pero había períodos de ira incontrolada, períodos de sólo desear que los dioses explorasen en mil pedazos y pudiera ser libre para convertirse en un dios nuevo.
Recordaba lo que eran las emociones, claro, pero hacía tanto tiempo que era como descubrirlas de nuevo. No era lo mismo recordar algo, que sentirlo de primera mano.
Sólo se había dedicado en algunos períodos a sentir odio, a causa de su castigo, del desperdicio de su trabajo, de todo lo que pudo haber hecho, arriba en la superficie, lejos del maldito océano.
"Así que las sirenas sí existen". Su sorpresa casi se desinfló al segundo siguiente al darse cuenta que no podía documentar nada acerca de ellas... y pasó nuevamente a la ira. Se retorció, sólo por hacer algo. Su atadura obviamente no le permitió hacer mucho.
Quiso recordar los rostros de las sirenas, pero le fue imposible. Se dio cuenta que hubiera podido hacerlo si su memoria hubiera estado mejor... por supuesto, no la había ejercitado en... ¿cien? ¿doscientos años? No había querido recordar mucho de su vida, era doloroso e inútil. Y por lo tanto, no pudo relacionar los rostros de las sirenas con ningún otro, dejando a su cerebro sin muchos recursos para relacionarlos con otros rostros, y no pudo retenerlos en su memoria.
"¿Cómo eran... los rostros"
Gruñó, impaciente. Al menos pudo descubrir otra cosa que se había planteado hacía muchos años; la mente sí sufría cierto deterioro con el tiempo... al menos, en doscientos años uno olvidaba ciertas cosas importantes.
Le irritó saber que su memoria fallaba. La mejor memoria del mundo conocido. Se iba a palmar la frente, y la cerradura le detuvo el gesto y le lastimó las muñecas. Quiso retorcerse una vez más, pero sabía que no llegaría a nada, sólo se rasparía y lastimaría.
Suspiró. Fue un suspiro extraño, de agua, dado que no había aire en sus pulmones desde hacía años. Producto de esto, el dolor en su pecho había pasado de ser una molestia a ser una picazón que duraba unos momentos cuando se movía demasiado.
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Óin le sonrió tímidamente tras la roca cuando él abrió los ojos.
Él la miraba, con menos irritación que antes. No es que tampoco le molestara mucho su presencia, al fin y al cabo, las sirenas no se cubrían el cuerpo con nada. Movió las rodillas y se sentó con las piernas dobladas frente a él.
Óin casi chilló, por ver al fin cómo sus aletas se movían... ¿Aletas? Se tapó las orejas mientras lo hacía, el tronar del metal no le gustaba para nada. Se atrevió a preguntarle cómo las movía, pero el humano la miraba sin hacer nada. Pensó que eran unos brazos muy extraños, y que tal vez no servían para nadar. Pero dejó de sonreír. El humano no hacía ninguna clase de ruido o respondía, sólo la miraba, con una expresión curiosa en el rostro.
Tal vez sencillamente, no la comprendía.
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Nota del autor: Editado :) Espero lo disfruten. 3/8/2016
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Prisionero del océano
FantasiÉmeren fue un escriba, traductor, estudioso, alquimista, médico, químico, astrónomo, mago... y el primer humano que engañó a la Muerte en las tierras de Ethul. Como castigo a su indiferencia hacia el ciclo primordial de la vida, fue atado al fondo d...