IV

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Un golpe, seguido de otro y después otro. Hannah sentía sus costillas arder, su mejilla punzar y nada de la cintura hacia abajo. Lágrimas caían desde sus ojos y se perdían en su boca. Los sollozos eran reprimidos por la mano que uno de los hombres tenía sobre su sus labios. No podía hacer nada, estaba indefensa. Sus piernas habían sido golpeadas y Hannah no dudaba que miles de moretones saldrían en esa área; la habían lanzado contra el suelo y sus costillas habían recibido el golpe; así mismo su cara había ganado varios puñetazos y cachetadas; sin embargo no se comparaba con el dolor que Hannah sintió cuando su himen se rompió y comenzó a sangrar en seguida.

¿Qué sentido tubo el haberse mantenido pura si su virginidad sería arrebatada por alguien a quien no le había dado su consentimiento? No sentía placer, no sentía nada realmente. El dolor había sido remplazado por un zumbido incesante en los oídos de Hannah, no escuchada los gruñidos de su violador, ni las risas del otro hombre. No escuchaba sus sollozos ni su devoción por Dios rompiéndose. Lo único que cruzaba su cabeza es que acababa de morir; se preguntaba si su pobre alma terminaría en el cielo o en el infierno. Todos estos años siendo una niña buena, ¿y así era como Dios se lo compensaba? Si el todopoderoso era tan bueno, ¿por qué no la ayudaba?

Pasado un rato la chica observó como el hombre salía finalmente de ella. La arrojó nuevamente al suelo y tomó su pierna sangrada para arrastrarla por el suelo hasta las escaleras. Su cabeza retumbó mientras golpeaba cada uno de los escalones al bajar. Tantos golpes en la cabeza no podían ser buenos y unos pocos escalones antes de llegar a la planta baja, Hannah se desmayó.

†††

Los ojos verdes de Hannah se abrieron sentir otro punzante dolor en su espalda y en seguida escuchó las llantas de un auto rechinar contra el pavimento.  La habían arrojado a la calle en medio de la nada; ningún auto pasaba y no veía letreros en la cercanía. Hacía frío y sus músculos se entumieron; no podía moverse, estaba condenada a morir allí. Ante el peligro no había otra cosa que la chica pudiera hacer más que rezar, así que con las últimas fuerzas que su alma tenía comenzó.

–Padre nuestro que estás en el cielo–, su garganta ardía con cada palabra que salía de su boca, el duro pavimento tocaba su garganta cada vez que hablaba y su mejilla se estampaba más con el suelo con cada respiro que daba. Cada respiro que se sentía como si fuera el último.

El viento soplaba y Hannah temblaba con él. Así es como se resumía una vida que había sido regida por el buen camino. Dieciocho años de asistir a la iglesia cada domingo, dieciocho años de rezar todos los días, dieciocho años que terminaban allí; en una carretera, abandonada y con el cuerpo punzante. Hannah cerró los ojos y pensó en sus padres, en lo mucho que la extrañarían; pensó en sus amigos y se preguntó si notarían su ausencia; y pensó en sus dieciocho años que se terminaban junto con su último suspiro.

Excepto que no fue el último.

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