Recuperando la razón.

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Por la mañana, al recuperar la razón, cuando habían desaparecido los vapores de mi disipación nocturna, esperimenté una sensación de horror y remordimiento, por el crimen que había cometido; fue sólo un debil e inestable pensamiento, pero el alma no sufrió las heridas.

Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi criminal acción.

El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror.

Aún quedaba en mí suficiente benevolencia para sentirme afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había amado, pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritanción: y entonses se desarrolló en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el espíritu de la perversidad, del que la filosofía ni hace mención. Porque, con la misma seguridad con que creo que existe mi alma, creo también que la perversidad es uno de los impulsos primitivos del corazón humano y una de las facultades o sentimientos elementales que dominan el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola razón de estar consciente de que no debía coneterla? ¿No tenemos, acaso, una perpetua inclinación, a pesar de la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que nos está prohibido, sencillamente por que comprendemos que es ley? Este espíritu de perversidad, repito, fue el que causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable, del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al alma, me impulsaba a continuar el suplicio a que había condenado al inofencivo animal, hasta que una mañana, con absoluta sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de la rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados de lágrimas y experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué por que sabía que había amado y porque sentía que no hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué por que sabía que, haciéndolo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi alma al extremo de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios piadoso y terrible.

En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui despertado a los gritos de "¡fuego!" Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas y toda la casa ardía. Con gran dificultad escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa y se aniquiló toda mi fortuna. Entonses me entregué a la desesperación.

No intento establecer una relación entre la causa y el efecto, entre la atrocidad cometida y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón.

El Gato Negro Y Otros Cuentos De TerrorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora