Un sueño recurrente

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           Recuerdo que tenía un sueño muy recurrente durante mi infancia, casi todas las noches desde los ocho años hasta casi los doce, y aún no sé si tendrá algún significado. En el sueño yo veía a través de los ojos de alguien, un joven, pero no era yo mismo quien lo estaba viviendo; podía ver lo que él veía sin poder hacer absolutamente nada. Incluso oía la voz de sus pensamientos y todo era una convulsión de emociones. Aparecía siempre esta chica, no sé quien era pero para él significaba mucho. Su rostro le resultaba conocido a pesar de que nunca la había visto. Estaba corriendo por un sendero escabroso rodeado de un bosque templado. Allí la vio, parada a un costado de la vía. Llevaba un vestido azul, unas zapatillas blancas y un lazo, blanco también, en su cabello. Su rostro estaba impávido a pesar del ruido de los cascos de los caballos y de los gritos de quienes le perseguían a él. Solo la vio un instante pero fue suficiente. Si no hubiese sido por el miedo a la muerte se hubiese detenido a verla, solo a verla. Pero debía seguir, estaba huyendo y la muerte le pisaba los talones.

           Tenía el cabello oscuro y brillante. Sus ojos eran claros, del color de una playa en la mañana, azules y claros, con un dejo de calidez que no podría describir. Tenía el cabello peinado por detrás de sus orejas. Su rostro era ovalado y su nariz respingada. Su piel era clara y sonrosada, tenía pecas sobre su nariz y sus ojos eran muy grandes.

           Siguió corriendo sin atreverse a mirar atrás. Sabía que le alcanzarían, el iba a pie mientras que quienes le perseguían iban a caballo, y el estaba consciente de que esto implicaba la muerte. Estaba desarmado y descalzo, solo el hecho de que hubiese corrido tanto era un milagro. Cuando tuvo el valor de mirar hacia atrás pudo ver con terror como se venía sobre él un enorme corcel negro y montándolo un hombre inmensamente alto vestido con una armadura de acero negra. Pudo sentir el impacto de una hoja en su hombro izquierdo y corriendo por su espalda manaba un río cálido. Luego simplemente lo dejaron allí, para que muriera lentamente. Sus fuerzas disminuyeron, hasta que ni siquiera pudo mover los brazos. Luchaba contra un sueño insoportable, los párpados le pesaban, y fue justo entonces cuando empezó a perder la sensibilidad en su rostro. Luego empezó el frío y un temblor que le recorría todo el cuerpo desde los pies hasta la cabeza. Tiritaba y le castañeaban los dientes, aunque estaba empapado de sudor. Se le nublaba la vista y, solo entonces, pudo ver que delante de él se encontraba un hombre muy delgado, alto y muy blanco, o mejor dicho pálido, como si bajo esa piel no corriese sangre; el hombre tenía los cabellos blancos. Su rostro era delgado, sus pómulos altos y en su gesto no se dejaba ver ni un rastro de empatía. Vestía totalmente de gris, excepto por una gabardina negra y una corbata escarlata. Él lo miraba fijamente y lo señalaba con un dedo amenazante mientras mantenía una sonrisa en los labios, una sonrisa que más bien parecía un rictus y que sin remedio le producía un temible terror. En su sonrisa se mostraba un gesto de burla incipiente y, sobre esa terrible sonrisa de diente amarillos, unos ojos grises como un cielo nublado antes de una tormenta. No era la parca que venía por él si no que era otra cosa. Después de todo la muerte no es tan terrible. Era el verdugo de la vida quien le buscaba ese día, frío e inmisericorde, para llevarlo hacia el páramo desolado del olvido. Para condenarlo a una eternidad de nada; de vivir y vivir, una y otra vez, bajo la esclavitud del hombre, atado por una eternidad al infierno de la tierra. Sin siquiera la piedad del odio, simplemente un trámite en la brumosa niebla de infinito.

Encuentros oscuros con el alma humanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora