Recovecos de oscuridad

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          Llueve. Claro que llueve. Ahora lo escucho mucho más claro. Estoy mirando por la ventana de mi viejo cuarto cómo caen las gotas de la lluvia y baila el árbol de la casa de enfrente, seducido por el ritmo del viento. Acabo de llegar a casa de mi madre, la casa de mi infancia, luego de una larga estadía en la tierra de nadie. Mi vida se había estado cayendo a pedazos progresivamente durante los últimos diez años, ahora no quedaba nada. Seguí de forma terrible el deseo de mi corazón de buscar el peligro y la muerte; mi oscura fascinación por lo nauseabundo. En mi adolescencia fui un chico tranquilo, flemático y melancólico. Vivía atrapado en una jaula de fantasía, víctima de todo lo que me rodeaba e ingenuo en lo relacionado con el amor. Deseaba constantemente poder entender al mundo, dejar de ser un extraño ante el misterio de lo normal. Por alguna razón pensaba que eso me traería la felicidad, después de todo veía personas felices por todos lados.

          Luego de salir de la secundaria me enfrasqué en la búsqueda de la felicidad material, real y física que, suponía yo, debía hallarse en la materia de la que está hecho el mundo, o de la que yo, extranjero que nunca he sabido hablar la lengua de los hombres, suponía que debía estar hecho; más que la ceguera la inconsciencia y más que la libertad, eterna quimera del minúsculo vástago de la sociedad humana, el libertinaje. Abandoné a mi madre sin despedirme, una noche cálida de septiembre, cómo solo un cobarde egoísta igual a mí podría haberlo hecho, a ella que dio todo y más por verme feliz, cosa que tristemente y, sin culpa alguna, no pudo lograr. Resumiendo todo, lo más posible, solo diré que casi seis años después estaba tirado en un callejón de Dublín con mi cara plasmada en los adoquines del suelo, sobre un charco de vómito y sangre. Mis bolsillos estaban vacíos y tenía una úlcera en el estómago que me decía que mi tiempo sobre la tierra se acababa. No vi pasar mi vida frente a mis ojos ni me arrepentí de nada de lo que había hecho, sólo esperaba la blanca silueta de la gloriosa muerte, con los brazos abiertos, suplicándole que me hiciera dormir en su lecho sombrío; en la eterna inconsciencia. Entonces se apareció frente a mis ojos, no la blanca doncella a la que esperaba, si no un hombre bastante alto y de piel muy blanca. Este hombre parecía venir de una tierra distante y de un tiempo remoto, o tal vez de tierras y tiempos infinitos. Se arrodilló frente a mí y yo veía sus zapatos, negros de punta metálica, y sus rodillas flexionadas junto a mi cara. Me tomó por los cabellos y me levantó la cara, sin que yo pudiese oponer alguna resistencia. Se puso justo en frente de mi rostro. Sus ojos eran negros cómo la noche del olvido y profundos cómo el universo. Me habló y su voz rebotaba contra todo lo que me rodeaba.

– Sabía que el día de hoy estarías aquí. Te estuve esperando mucho tiempo y te seguiré esperando algún tiempo más; a la parte de ti que aún no existe.

– ¿Quién eres? – Le pregunté, con una voz apenas perceptible.

– No hace falta que lo sepas, sólo debes recordar mis palabras. Te diré algo que no debes olvidar nunca, por tu propio bien.

– ¿Por mi propio bien? – Apenas terminaba la pregunta cuando soltó mi cabello y estrellé la cabeza contra el suelo. Sentí un rayo de luz sobre mi ojo izquierdo y un pitido ensordecedor. De repente ya no veía ni oía nada y tampoco lograba pararme. Desde el fondo de la nada se escucharon estas palabras: "Un día volveré y ya no seré yo, si no quien llegue a ser en ese día. Cuando eso pase el tú de ese tiempo debe saber lo que el tú de hoy está por oír. El camino está torcido y derecho; conduce hacia abajo y hacia arriba; rompe tu consciencia y nubla tu razón mientras abres tu alma ante la llama de la perdición. Debes morir para vivir y vivir para morir. El mañana está escrito con tinta inflamable. Puedes quemarlo todo o aceptar el trato".

          Desperté en el piso de una celda, medio muerto de hambre y frío; pensé que todo había sido una pesadilla y que ahora había despertado sólo para morir en ese agujero. Un policía entró a mí celda y me escupió palabras que no entendí, pero que intuyo cómo poco halagadoras, para luego arrojarme sin piedad a la calle. Estaba durmiendo una borrachera al parecer. Todo ese episodio había sido producto de mi imaginación pero me había despertado de alguna manera a una realidad que ya conocía en lo más profundo de mi ser pero que me había negado a aceptar. De nada valía ese desperdicio de vida y de tiempo; fuerzas creadoras obraron en mí mientras que me apoyaba del suelo lodoso con mis brazos y pude notar que había vida en el piso, y en el barro, y en el reflejo de las estrellas en un charco de agua sucia. Me levanté y vi cómo una gasa de neblina cubría todos los caminos; pensé: "Que oscuro se ve todo aunque es muy de mañana. Oscuridad. Así son los caminos. Es hora de moverme de acá, estar es una mentira y no hay camino marcado por un destino. La vida es vivirla sin buscar el por qué; tú ya no vives. Camina". Después de eso anduve errando por todo el mundo, a la espera de nada y sin andar buscando la felicidad ficticia que tanto daño me hizo no conseguir.

          Mi madre murió hace un mes y yo me enteré hace una semana, cuando llegué a la habitación que alquilaba en L. A. luego de un viaje al sur. La última vez que la vi fue hace diez años, la mañana antes de marcharme, y ahora la empezaba a extraña por primera vez en todo ese tiempo. Recuerdo ahora que una mañana de lluvia, cuando tenía catorce años, mi madre estaba llorando por la muerte de papá y yo trataba de consolarla diciéndole que todo estaría bien y que papá no querría verla así. Le dije que nunca estaría sola, que yo estaba allí. No cumplí. No estuve.

          Ahora había regresado definitivamente a casa. Desempaqué lo poco que tengo y me instalé en mi viejo cuarto. No sé que clase de vida llevaré de ahora en adelante. Ya casi no recuerdo cómo era vivir en mi país; de todas maneras nunca he sabido mucho sobre vivir en este mundo. Debería buscar un trabajo y establecerme. No me casaré pero no sería mala idea tener una mujer en mi vida, de preferencia una buena mujer.

         Hay alguien parado frente a la casa del vecino. Está mirando directamente a mi ventana. Es un hombre delgado y alto; lleva un sombrero ancho y un bastón. No logro reconocerle. ¡Ahora se ha ido! Desapareció. Hubo un destello de luz, un rayo, y él yo no estaba. La lluvia se arrecia, parece como si un cataclismo sobrenatural se hubiese desatado sobre la tierra. Un Dios sin nombre ha mirado hacía la tierra y ha decidido cortar a los hombres de ella; estoy desvariando. Siento que algo importante está por suceder pero no logro ver que es. Estoy ciego, como todos. La puerta de mi cuarto se abre lentamente aunque la de la calle está cerrada, lo sé, hubiese escuchado si alguien hubiese abierto la reja. Un temor frío me envuelve y no puedo mover ni un musculo. Mis nervios están calmos y a la misma vez expectantes, realmente no tengo miedo. El hombre que cruza a puerta no es un desconocido. Lo había visto en Dublín, hace varios años. Me mira con una expresión fría y me dice:

– Ahora si eres tú y yo ya soy yo.

– ¿Quién eres realmente? – Le pregunto, aunque ya no tiene ningún sentido.

– Soy el miedo que siempre le has tenido a la vida. He venido a reclamar tu alma, me fue entregada por el remordimiento.

– ¿A qué te refieres? No hay remordimiento en mí.

– Claro que lo hay y lo sabes. Debes morir hoy para que vivas mañana. Es hora de que te detengas.

          Entonces entendí las palabras que me había dicho este mismo hombre hace más de cuatro años. Me paré de súbito y pude ver con horror como mi cuerpo se quedó sentado en la silla y yo mismo lo podía ver. Esta sacando un puñal de su saco y se acerca a donde estoy sentado, mi cuerpo. ¡Me va a asesinar! No puedo hacer nada, siento mis pies atados al suelo y no poderlo detener de todas maneras, mis fuerzas escapan. Soy la proyección de mí mismo, no soy yo. El hombre clava su puñal en mi espalda pero no siento ningún dolor. Siento un frío inclemente apoderarse de todo mi ser. Ya no aguanto mi propio peso y mis pies se despegan del suelo justo a tiempo para que yo caiga desplomado.

          Me despierto acostado en mi casa. No hay cuerpo apuñalado ni ninguna otra persona que no sea yo. Siento una presión en mi frente y muchas ganas de vomitar. No sé exactamente que fue real y que no lo fue pero si sé algo, no planeo aceptar el trato. No cederé ante mis miedos y mis remordimientos. No huiré más de mí.

          Estoy sentado frente a una laptop que acabo de comprar. Estoy en un café del centro escribiendo esta historia. En una mesa cercana una jovencita toma un café junto a su madre, la mujer voltea y revela los ojos color ámbar más hermosos del mundo. Me quedo embelesado con su mirada y ella lo nota. Me sonríe. Me acerco a su mesa y con un rápido vistazo noto que en su dedo no hay anillo. Le pregunto si las puedo acompañar y ella responde que sí. Conversamos por varios minutos y me dice que debe irse, pero antes me anota su número telefónico en una servilleta. Todo parece salido de una puta película romántica. Sale por la puerta, nos vemos a través del cristal y se despide de mí mientras camina. Casi choca con un transeúnte. El sujeto se saca el sombrero y, al parecer, se disculpa. ¡El sombrero! ¡Es él! Voltea y me sonríe. Me guiña el ojo. Escucho a lo lejos, como una voz flotando sobre la superficie del mar: "El día de mañana nos veremos".

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⏰ Última actualización: Aug 05, 2016 ⏰

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Encuentros oscuros con el alma humanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora