Solitarios.

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Nunca me pregunté realmente qué era lo que me pasaba con ese chico. Creo que en verdad ni siquiera pasaba por mi cabeza la idea de que me pasara algo con él. Tampoco me ponía a pensar en lo que le pasaba a él conmigo.

Realmente no creía en esas cosas. Para que me interesase alguien era necesario conocerlo, al menos cruzar palabras un par de veces, sentir que había "química", la necesidad de que pasara algo más. Sí, me habían atraído personas con tan solo mirarlas, pero si no surgía alguna especie de interacción inmediata, no surgía interés. Pero ésto... de algún modo era extraño.

Solía observar a las personas en mi alrededor. Sus interacciones, sus gestos. Inconscientemente algunas lograban captar mi atención, otras no. Existía un vínculo en mi cabeza. Aquella chica se tiñó el cabello de verde, ayer lo tenía azul. Aquél está yendo a fumar un porro con unos chicos que no son sus amigos. La de pelo corto busca con la mirada a quién pedirle un cigarrillo. Los que están sentados en el borde de la escalera de seguro en un tiempo se estén besando. Y qué raro que el tipo que rapea no esté hablando con la que toca la guitarra, unos metros más abajo.

Aquel año en el liceo sentía la soledad. Era como una sensación de bienestar y depresión al mismo tiempo. 

Había uno de esos amigos imaginarios míos, que tal vez, sin quererlo, lo observaba más que al resto. Y a diferencia de los otros, el también me observaba. Tal vez si me hubiese detenido a pensar lo que realmente ocurría, las cosas hubiesen dado otro giro y tan solo hubiese sido una historia más. Pero no lo hice. Y nunca fue una historia.

No recuerdo el momento exacto en el que comencé a sentir su mirada sobre mí. A decir verdad, no recuerdo el momento en el que yo comencé a mirarlo a él. Pero de repente en mi inconsciente sabía en qué lugares lo vería y el momento, y con quién. Conocía sus amigos, su forma de vestir, y su manera peculiar de andar. Notaba inmediatamente su ausencia, lo cual con el paso del tiempo comenzó a hacer de mis días aburridos si él no estaba.

Pasados unos meses, mi rendimiento académico empeoraba y llegó el punto en el que ya no tenía nada más que hacer ahí. Pero «teníamos que vernos» pensaba. Era parte de nuestra vida. Y seguía. Porque lo necesitaba.

Nuestros encuentros comenzaron a salirse de la rutina y nos veíamos en cualquier sitio, a cualquier hora. «¿El destino existe?» se preguntaba mi mente. «¿Existe una casualidad tan grande?» pero mis oídos se hacían sordos a aquellas preguntas tan grandes.

Una parte de mí quería hablarle. Pero no. Existía el miedo. No era pregunta. ¿Y si tan solo una palabra lo destruía todo? No podía correr el riesgo. ¿Qué haría si se destruía el vínculo? No.

No.

Dejé todo como estaba. Porque lo nuestro era único y no quería arruinarlo. Pensándolo fríamente tal vez estaba un poco mal de la cabeza. Pero aquel chico ahuyentaba mi soledad. Él me veía, para él existía. Y con eso lo tenía todo.

El día en que mi temor se hizo realidad tenía otras cosas en mente. Pasar el rato con amigos y reír de cosas sin sentido, tal vez tomar una cerveza. Pero mis amigos no llegaban y me encontraba sola en mitad de la noche sentada en la vereda. Los autos y los humanos no frecuentaban aquella calle y todo el peso de la soledad y el silencio cayó sobre mí.

Y de pronto una figura dobló la esquina. Y con cada paso que daba lo veía con más nitidez. ¿Cuántas probabilidades había de que entre más de un millón de personas se nos ocurriese estar en la misma solitaria calle oscura a nosotros dos?

Una.

Y ahí es cuando me empezaban a surgir preguntas que no sabía y me daban miedo responder. No creía en Dios. Ni en las almas. Ni en el destino. Tal vez ni siquiera en el amor. Éramos simples cuerpos que vagaban por el mundo. Pero entonces, ¿por qué?

A diferencia de otras veces, no noté su mirada en mí. Pasó por mi lado sin siquiera inmutarse, y para mi sorpresa y mi horror, se detuvo y se volteó.

«¿Qué haces ahí sola en la oscuridad?» me preguntó.

A veces hay cosas que no tienen que pasar. Y dejamos que pasen. No sé si será por simple estupidez o porque no somos conscientes de las consecuencias que trae un simple acto. O tal vez el destino sí existe y todo ocurrió como se suponía que ocurriese.

Mentiría si dijera que me molestó que me hablara aquél día. ¿Cómo podría enfadarme por algo que yo nunca me hubiese animado a hacer, pero quería?

Sin embargo, todo ocurrió como mi mente lo predijo. Se rompió el vínculo. Ya no era especial. Nunca más sentí su mirada en mí y me costó entender que se había acabado. Me limitaba a encontrar el momento para saludarlo, como dos amigos, como la gente normal. Era una más. Era uno más.

Fue entonces que dejé de hacerlo. La soledad me absorbía de nuevo y aquel ya no era mi lugar.

Me imagino al destino personificado en un hombrecito vestido de blanco con un gran libro en el que escribe lo que se supone que debe pasar. Tal vez se enfadó con nosotros por estar tres malditos meses sin siquiera pensar en el otro y fue por eso que nos puso en el mismo camino aquella navidad.

Venía de pasar una nochebuena con mi asquerosa familia y deseando no terminar en un mar de lágrimas como las anteriores navidades cuando lo vi caminando unos metros por delante de mí. La sorpresa de lo inesperado me obligó a tratar de esconderme entre las sombras y caminar a paso lento para que no note mi presencia. Y cuando estaba a unos metros de mi destino, se volteó.

El destino, siempre volvía a lo mismo. Pero no había razón lógica para explicar aquello. ¿Por qué se había volteado? la situación empezaba a cansarme. ¿Qué se suponía que significaba todo aquello? ¿nos conocíamos de otra vida? ¿estábamos destinados a conocernos? ¿me estaba siguiendo? ¿era simple casualidad?

Y luego, quién sabe cómo, nos encontrábamos allí, sentados en la oscuridad, tratando de distinguir la línea que separaba el horizonte del mar.

Y me sumergía en la soledad pero ésta vez junto a él. Éramos invisibles. Nadie nos veía ni lograba escucharnos. Y hablamos durante horas y luego nos estábamos besando. Nunca podré decir quién besó a quién. Tal vez hacía mucho que no besaba a alguien a quien quería besar o de verdad era allí donde debía estar. Pero de pronto fui consciente de lo mucho que lo deseaba y ansiaba llenarme de él. Un beso lento, pausado, saboreando cada momento. Mis manos no lograban quedarse quietas. Su rostro, su pelo, su cuello, su espalda, su pecho, sus manos.

Sentía que se acababa el mundo y no lograba estar satisfecha. No tenía de él lo suficiente. Ese momento no debía acabar nunca.

Pero por supuesto que acabó.

Y volvemos al principio de la historia sólo que ésta vez él no me mira porque ya no hay nada más interesante para ver.

Tal vez si me hubiese detenido a pensar lo que realmente ocurría, las cosas hubiesen dado otro giro y tan sólo hubiese sido una historia más. Pero el querido destino nos planteó una historia sin principio ni fin. Nada había acabado porque nada nunca había empezado.

Porque él era como droga.

Y yo me hice adicta.

Encuentros Fugaces.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora