El sonido bajo del blues en la guitarra acústica abrumaba mi corazón. Sentía como las ondas se metían en él y lentamente recorrían mis venas, dejándome en la paz absoluta. La luz tenue iluminaba tan solo los contornos, dejando paso al resto de mis sentidos. Nos encontrábamos en una habitación pequeña, con una cama haciendo las veces de sofá, y una televisión antigua en mute, encendida sólo para iluminar. Los parlantes en la otra punta, llegaban hacia nosotros con el volumen perfecto. La lluvia de fondo acompañaba perfectamente el sonido. Y nosotros, faltábamos nosotros. Recostados en la cama, podía observar cómo se dibujaba su mandíbula con un color rojizo. Lo tenía tan cerca que podía sentir su respiración. Oírla, olerla, casi tocarla. Tenía los ojos cerrados y me pregunté si estaría dormido. Mis manos acariciaron su silueta, deteniéndose en la comisura de sus labios y abrió lentamente los ojos, observándome. Una mirada capaz de detener el tiempo. Que a pesar de la escasa luz era capaz de verlo absolutamente todo. Cerré los ojos, asustada. Y nuestros labios se unieron al unísono, sellando nuestros secretos con un beso lento, como si no tuviésemos nada que perder, como si no existiese el tiempo. Sentimos, con otros sentidos que no eran los ojos, con esos que siempre olvidamos que están. Él olía como mi hogar y sabía a vino mezclado con cigarrillos y pasta de dientes. Y podía oír su respiración, la forma en la que se agitaba lentamente. Podía sentir los latidos de su corazón. Y él, él era firme, pero suave, y parecía que hubiese sido moldeado para encajar perfectamente conmigo, en el punto medio, en el punto exacto. Y de vez en cuando dejaba oír una pequeña risa en voz baja, con sus labios contra mi mejilla. Y me preguntaba, ¿cómo no enamorarme de él?