Llegados al eterno principio del final, ya no se sabía cómo actuar. Y ¿qué pensar sobre el todo? Cuando las miradas decían lo que los labios callaban. ¿Qué era la nada? Cuando los labios hablaban y las miradas se perdían. Y continuamente atravesaban todos los puntos. Dos mitades de una misma alma. Que no se complementaban, no. Eran un par de iguales. Con las mismas inseguridades, las mismas preguntas. Y entonces surgía la duda ante todo. Y aquella noche se sentían en el aire. Se percibía la necesidad el uno del otro. Se veían los intentos tontos de acercarse. Y la duda siempre presente. Y entonces en el correr de la noche terminaron en la misma cama, conscientes de que un simple movimiento bastaría para el todo. Pero ninguno tenía el coraje suficiente. De pronto las luces se apagaron y reinó el silencio. En la oscuridad eterna, siguieron observándose. Y ambos podrían jurar que continuaron viendo sus rostros. Sus miradas conversaban, y al unísono se acercaron lentamente, sin perder sus ojos, como si aquello los hiciese eternos. La mano de él acarició la cintura de ella. Y luego de lo que ellos sintieron horas, sus labios se encontraron al fin. Y cerraron los ojos para poder sentir. Y se fundieron en un beso lento, casi imperceptible, pero en el que podrían haberse quedado durante el resto de sus vidas. El mundo a su alrededor desapareció y de repente sólo estaban ellos. Ellos y la paz de estar juntos. Y continuaron besándose y abrazándose durante toda la noche, y cuchilleando entre ellos. Y no pensaban en lo que pasaría al día siguiente. Se dejaron llevar por la necesidad y ese amor que tenían tan escondido. Y al final, entre besos y caricias se quedaron dormidos. Tal vez deseando nunca despertar de aquel sueño.