Lluvia de castigo

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Recuerdo perfectamente el día en el que todo comenzó, como si fuese ayer: volvía del trabajo a casa, a la hora de comer, conduciendo con la cabeza cargada de pensamientos. Ideas acerca de mi tambaleante relación con Esther. En las últimas semanas la tensión entre nosotros había ido creciendo hasta llevarnos casi a un punto de ruptura. ¿Y por qué? Por mi negativa a ser padre. Desde siempre, desde el primer momento de la relación, le dejé claro que jamás traería un hijo, mi ser más querido, a este mundo de mierda. Y ella estuvo de acuerdo, pensaba igual que yo; pero han pasado muchos años desde entonces y todos hemos cambiado, madurado en un sentido u otro. Ahora, activado repentinamente como un resorte, su instinto maternal lo impregna todo. Ser madre es su mayor deseo y yo no soy quién para arrebatarle ese derecho; de igual forma que ella no puede negarme el mío a no serlo. Así estaban las cosas.

Estacioné el coche junto al parque donde solía hacerlo todos los días y salí para dirigirme a casa. Envuelto en mi asumido fatalismo, caminaba con desgana por la acera cuando escuché un fuerte golpe a mis espaldas. Sobresaltado, me giré de inmediato, y no tardé en descubrir que había sido el capó de mi coche el que lo había recibido. Presentaba una abolladura notable en su centro, se había saltado la pintura. La sorpresa fue cediendo el paso a la rabia; miré frenético por todos lados buscando culpables. En unos segundos me percaté de lo que había golpeado mi coche: era un fémur humano, tirado junto a la puerta del conductor.

Pestañeé varias veces sin poder creerlo. ¿De verdad era un fémur?

Me agaché para poder verlo más de cerca y, cuanto más aproximaba la cara, más evidente resultaba que, en efecto, así era. Amarillento, de aspecto rancio y como corroído... sólo podía ser lo que parecía. De nuevo miré frenético alrededor, esta vez temiendo por mi propia vida —¿quién podría haberme lanzado un hueso humano?—. Pero no vi ni escuché a nadie. Tampoco había ningún edificio, ningún sitio de donde lanzar el hueso y esconderse con facilidad; el espacio era demasiado abierto en torno a mí... y eso me asustó aún más.

Marqué atropelladamente el número de la policía y les conté como pude lo que acababa de ocurrirme. Temí que no me creyesen, que se riesen o mosqueasen conmigo. Pero no; tras tomarme los datos el agente al otro lado me dijo que estarían ahí en minutos. Así fue. Del coche patrulla se bajaron cuatro agentes, dos de ellos vestían trajes blancos de esterilización y pronto comenzaron a sacar fotografías, tomar muestras de la pintura, de alrededor del hueso... mientras los otros dos me tomaban una declaración rápida. Todo me resultó extremadamente fugaz, casi irreal, supongo que a causa de mi enorme confusión. Cuando terminaron conmigo volvieron a su coche, deprisa, tanto... que apenas sí tuve tiempo de preguntarles qué podía significar todo esto. El conductor me dirigió una mirada comprensiva antes de despedirse con una frase que explicaba en parte su urgencia pero que me dejó aún peor de lo que ya me encontraba: «Están cayendo por todas partes».

Iba subiendo por las escaleras, pensando en lo que iba a decirle a Esther para explicar mi tardanza. Mis palabras sonarían como una excusa pueril, estúpida, ridícula. ¿Sabes qué, Esther? Me acaba de caer un fémur humano en el coche y me lo ha abollado. He tenido que llamar a la policía y... ya me imaginaba la cara que me iba a poner. Pensaría que me estaba burlando de ella y de todo su árbol genealógico, intentando ocultar quién sabe qué cosa imbécil, impropia de un hombre adulto y maduro.

Entré en el piso tragando saliva, dirigiéndome hacia el salón por el pasillo como si éste se hubiese transformado en mi corredor de la muerte particular.

—Buenas —dije. Ella estaba viendo la televisión.

—Hola —susurró, sin mirarme.

—No te vas a creer lo que me... —comencé, pero ella me mandó callar con un rápido gesto del índice sobre los labios. Estaba absorta con lo que decían en las noticias. Así que guardé silencio y, curioso por saber qué le causaba tanto interés, yo también presté atención a la pantalla.

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