Primera canción.

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La casona embrujada de Santa Úrsula quedaba al lado del río que llevaba a Paso canoa, y era tan tétrica y gris que tenía murciélagos volando alrededor del segundo piso, gárgolas en las ventanas y una nube de tormenta eterna sobre el techo desafiando las leyes de la lógica y el clima. Parecía más un castillo de película de terror para niños que una casa grande. Si Ezequiel tuviese que componer una canción para ambientar ese lugar, definitivamente utilizaría dramáticos sonidos de piano, un xilófono y las voces dulces y susurrantes de unos chiquillos de cuatro años.

Sin embargo, lo que realmente le interesaban eran los árboles de limón, naranja y mango plantados en el patio. O, mejor dicho, los ingredientes que usaría para su negocio de aguas frescas. Hace poco se había metido en problemas porque el tipo al que le robaba antes, su vecino Don Toño, lo atrapó con las manos en la masa.

—¿¡Tú que crees que haces, pinche chamaco pendejo!? ¡Ahorita vas a ver cuándo te agarre! —le gritó tomando una escoba de manera amenazante.

—¡¡Mamá!! —fue todo lo que pudo gritar Ezequiel antes de tomar en chinga otros diez limones más, y luego pirarse como si tuviera alas en los pies.

Iniciaron una persecución por toda la calle que duró hasta que Ezequiel se metió en su casa. Una vez a salvo, se puso a bailar y a cantar con energía, burlándose de su vecino. Todo iba muy bien, hasta que su mamá lo encontró perreando contra la ventana mientras cantaba a todo pulmón:

—¡¡Intenta chingarme ahora culero!!

Fue un día triste para su negocio de aguas frescas. Por suerte aprendió una valiosa lección; no le robes a un viejo culero y amargado como Don Toño, mejor ve a una casa abandonada y saca todo lo que puedas. Con esos pensamientos positivos, se animó a pedalear hasta el otro lado del pueblo para conseguir su ansiada mercancía.

La leyenda contaba que hace mucho tiempo, una familia de nobles había instalado su hogar ahí, hasta que una noche de tormenta, el padre se volvió loco y asesinó a todos los que habitaban la casa, incluyendo a su esposa e hijos. Muchos de los que intentaron vivir allí años después de lo sucedido, huyeron a los pocos días de habitar la construcción, gritando que cosas horribles pasaban en esa casa, que nunca nadie debería intentar entrar en esa tierra maldita.

Sin embargo, Ezequiel estaba dispuesto a ignorar las advertencias. Era un cobarde llorica, pero también era estúpido, y, por lo tanto, cualquier excusa tonta era suficiente para que se atreviera a meterse en algo peligroso. Por eso, aunque por muchos años la idea de acercarse a esa casa lo hizo cagarse de miedo, el deseo de ingredientes gratis, un crucifijo en su pecho, ajo en sus bolsillos, una bolsa de sal y Fiesta en América sonando a todo volumen en su cabeza, fueron suficientes para que se sintiera el hombre invencible.

La casa estaba protegida por una anticuada y oscura verja, pero eso no suponía ningún problema para Ezequiel, quien ya era un experto en el arte de entrar y escapar. Escaló con suma rapidez la verja de metal, y una vez dentro, prosiguió a llenar la maleta que llevaba con todo lo que encontró a su paso. El muy baboso no pensó en el problema que sería salir con una maleta llena de fruta, sólo observó con brillos en los ojos la cantidad de mercancía que aquel patio le ofrecía.

—¡Dios, este lugar es una mina de oro! —exclamó entusiasmado, mientras soltaba una risita, sintiéndose todo un malote—. ¡Tome esa, Don Toño! ¡Va a ver como no necesito de sus pinches limones culeros! ¡buajajajaja! —estaba en lo suyo cuando sintió algo tocar su pierna, haciéndolo gritar con voz aguda y aventar puños de sal a la nada.

—Intruso —escuchó decir a una voz dulce como la de un niño.

—¿¡Quién está ahí!? —gritó abriendo los ojos y volteando para todos lados. Su vista acabó fijándose en el raro búho gordinflón parado delante de él.

Te cantaré cada díaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora