Querido lector:
Puede que ahora estés en una librería, leyendo con detenimiento las primeras páginas de El Mensajero para ver si las palabras te hablan, para ver si te dicen que te las lleves a casa. O quizá acabas de terminar esta novela y estás tumbado en tu cama mientras sigues pensando en Schibboleth y en todo lo que contiene con el sonido de fondo de una lluvia nocturna que cae detrás de tu ventana. O quizá eres un lector del futuro que ha heredado una peculiar caja de recuerdos de una difunta tía y de aquella maraña de cosas terrenales cae en tus manos un viejo ejemplar reservado para ti.
Independientemente de cómo nos conocimos o de cuánto tiempo nos separa, es importante que sepas esto: te estoy agradecida.
Pasé muchos días en soledad mientras pensaba en ti y en dejar que surgiera la historia de El mensajero de Magnolia Street. Lo que ahora tienes en tus manos fue para mí una sorpresa y un misterio. Todavía lo es. Tardé siete años en crear esta novela y, tras comenzar a escribir lo que creía que sería la versión definitiva, me sentí obligada a empezar de nuevo desde una perspectiva diferente.
Comencé con una hoja en blanco y esas primeras líneas trascendentales están ahora reproducidas en la primera página. En ese momento, el regalo me eclipsó. Parecía que me había encontrado con un profundo y rico estanque de energía e imaginería intencionadas, y el Ángel Registrador entró en Schibboleth, más como un personaje que como un narrador.
Ahí no acabaron mis sorpresas, porque lo que empezó a nacer no fue la historia que había planeado o que antes había escrito. Su esencia era la misma, pero las vicisitudes de Schibboleth empezaron a sufrir una evolución insólita. ¿Qué les estaba pasando a mi somnoliento pueblo sureño y a la gente que había terminado amando, que vivía allí? ¿Qué raro giro iba a dar esto para Nehemías, Trice y Billy? ¿Dónde terminarían tía Kate y Magnus en mitad de estas oscuras nubes de confusión? Y, entonces, hice lo que cualquier escritor podría hacer ante tales giros extraños: dejé de escribir.
Me había mudado a Nashville, Tennessee, mientras escribía la novela, y allí estaba cuando la historia empezó a evolucionar, a tomar forma y a cambiar desde debajo de los límites de lo que con tanto cuidado había forjado. Apagué el ordenador y di vueltas alrededor de mi mesa, como un animal salvaje, con el deseo de ofrecer palabras, pero sin confiar en las que ofrecía.
Fueron días grises aderezados con viento, hielo y a veces nieve. La oscuridad venía temprano, hacía frío fuera y casi no conocía a nadie en la ciudad. Me senté delante de la chimenea y me repetí la misma pregunta una y otra vez: ¿Escribiría la historia que había planeado o la que pedía ser contada? Mientras esperaba la respuesta, sólo había esto, nada más que esto: el fuego, la pregunta y los días de silencio que siguieron.
Lo que tienes ahora entre tus manos fue la determinación de que, viniera lo que viniese, a pesar de las reseñas desconocidas y de la opinión de mis coetáneos, escribiría la historia que pedía ser contada. Al final, eres tú en quien he confiado para desvelar los misterios escondidos en El mensajero. Como los panecillos y los bebés, las amistades y los perdones, los errores y los recuerdos. Y el amor.
Tú y yo somos iguales. De carne y hueso, y llenos de toda la luz que hay en el hecho de ser humano. Algunas épocas traen penurias imposibles de entender. Pero dentro de nosotros, de manera individual o colectiva, hay un loco y magnífico destello que cree en lo bueno a pesar de lo malo, que reza por la paz a pesar de la guerra. Que ama la vida y todo lo que conlleva, y quiere que continúe lo mejor dentro de nosotros. En este lugar, nos encontramos en territorio común, sin importar el color, las culturas o los países.
El año pasado, mientras El mensajero de Magnolia Street alzaba el vuelo y mi viaje seguían a esas alas adondequiera que fueran, descubrí fuentes donde había brillantes monedas. Daba igual lo pequeño que fuera el espacio, la poca cantidad de agua que hubiera, lo intrascendente que pudiera ser la fuente: las monedas estaban allí. Nunca me había fijado en ellas antes, pero ahora, bueno, ahora no paso de largo. Pienso en ellas. Me paro y me pregunto de quién serían las manos que las tiraron al agua.
Un niño, pienso a menudo, lo suficientemente joven como para creer todavía. O quizá una mano temblorosa y envejecida, que desea de nuevo como un niño.
Estos estanques, para mí, se han convertido en un símbolo de algo pequeño que puede convertirse en algo importante. Quizá, sólo quizá, si seguimos pidiendo deseos, soñando, todavía quede esperanza en la tierra. No sólo en las elaboradas palabras escritas para las grandes ocasiones, sino en creer para siempre.
Pienso en las monedas que esperan pacientemente, en silencio y con esperanza, imagino los dedos que las liberaron, el corazón y el rostro unidos a esa pequeña bendición, y, como si fuera un cura gitano de deseos desgastados, los bendigo antes de irme.
Te deseo un viaje seguro y lleno de paz, luz, bendición y bondad.RIVER JORDAN
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El mensajero de Magnolia Street (de River Jordan)
Misteri / ThrillerEl comienzo de esta cautivadora novela de amores que despiertan, propósitos abandonados y legados reclamados es igual que un apacible domingo, pero a medida que el pueblo de Schibboleth comienza a sentir que la oscuridad se acerca, tres amigos deber...