Parte 2

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A miles de millas de los titánicos muros que abrazaban día y noche la humilde ciudad de Jazar,  se desplazaba sobre las verdes colinas, en asimétrica formación un numeroso escuadrón de mujeres y hombres, deambulando sin inmutarse entre las pilas ardiendo de cientos de cadáveres negruzcos por el fuego y la peste. El humo de las gigantescas hogueras los convertía en invisibles para los centinelas de las ciudades cercanas, recorriendo grandes distancias de forma imperceptible, teniendo siempre presente el posible cambio repentino de la dirección del viento que desvanecería su capa de invisibilidad. Eran hombres rudos, altos y fuertes con largas barbas y melenas rojizas, sus armaduras discernían entre ellas, no existía una igual, ya que cada uno de ellos la iba creando y modificando a lo largo de su vida con partes aleatorias de sus victimas. Pieles de osos, lobos y humanos recubrían las pintadas en ébano corazas de metal arrebatas a algún desafortunado soldado. Sus cuerpos estaban repletos de tatuajes verdes, unas extrañas runas de carácter místico y ocultista de algún extraño idioma. Depositaron sus descomunales hachas con cabezas decapitadas en descomposición clavadas en sus puntas y acercaron a su irrefutable líder las jaulas de madera, acarreadas por majestuosos caballos negros y ojos rojos, que mantenían encerrados a decenas de prisioneros. Farros, temido y detestado en todos los lares que ha caminado ordeno con un tenue gesto los preparativos de la cena, se hacia de noche.

Mariel despertó de una terrible pesadilla para verse envuelta en una mas truculenta. Desplomada desnuda en posición fetal, apoyada en la esquina de dos mugrientas paredes que cerraban y daban nombre al callejón, observo con pánico como tres manos raquíticas con manchas negras la sobaban por todo su cuerpo, deslizándose por sus suaves pechos, sin detenerse en su cintura y bajando mas y mas. Estaba demasiado agotada para defenderse, ni siquiera su espíritu ni orgullo le confirieron la energía suficiente para un grito de auxilio, tampoco nadie la ayudaría ahí. Detrás de las manos surgieron codos, se acercaban con grotescos gemidos y balbuceos, se deslumbraron hombros, a continuación los costados de estos tres flacos maleantes  contaminados por la peste. Mariel cerro los ojos en cuanto la saliva de los apestados y degenerados enfrió ligeramente su hirviente piel a causa de la intensa fiebre. ¿ Donde podía resguardarse en su mente? Ninguno de sus recuerdos era mucho mejor que su situación actual, ni siquiera su mancillada imaginación le permitía desinhibirse en algún placido paramo. Revivió el único momento salvable de su detestable vida, el dolorosísimo parto de su hijo, mientras cuatro manos flácidas y enclenques  aferraban con fuerza  su cabeza y cuello acercándola lo mas posible al rugoso y adoquinado suelo plateado por la luz de la inmensa luna llena, otras dos se apoyaban en cada uno de sus hombros para favorecer el equilibrio de las débiles embestidas que profanaban su cuerpo. Rompió a llorar cuando  la penetración y la intensidad de las manos que la aprisionaban contra el suelo cesaron, cuando sintió golpes de calor salpicados por su cuerpo, moteándolo en carmesí. Abrió los telones de su mundo y contemplo los rostros muertos de sus incompletos violadores con el cuello rebanado y aun gorgoteando sangre, alzo la mirada y lo vio, allí estaba, de pie con una aureola de luna llena, un sombrero negro, la mascara blanca de pico alargado que se asemejaba a un cuervo, esos enormes ojos vidriosos que refractaban el brillo de la luna, una larga túnica negra de piel de cabra que moría en unas altas botas del mismo material y color. Sus carbonizados guantes sostenían el ostentoso puñal bañado en oro, con esplendidas gemas engarzadas en la parte superior de su mango que había destruido un pésimo episodio mas en su vida. No había ni una gota de sangre en su indumentaria.

La médico pesteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora