Parte 3

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La ira, la rabia, la impotencia iban acrecentándose en el interior de Sator, sus hábiles manos se perdían en sus ropajes, nerviosas, tocando y jugueteando con las decenas de cuchillos y artilugios escondidos en pequeños bolsillos esparcidos por toda su vestimenta.

-¿Que vas  hacer amigo mío? En la situación actual no es muy recomendable arriesgar la vida por una mujer así, debemos disfrutar lo que nos quede en este puto apocalipsis.

-¿Una mujer así? Es mi madre, joder Tremor. Siempre intento cuidarme desde que nací, no la voy dejar tirada y menos en Grangos.

-Por eso Sator, por eso. Esta allí, donde van todos los asquerosos apestados a morir, todos los delincuentes y locos de la ciudad, es un suicidio entra ahí sin saber donde esta. Le has quitado demasiadas veces las castañas del fuego no debes sentirte culpable, ella nunca ha aprendido a buscarse la vida como nosotros.

-Ni tu ni yo somos noble, somos unos simples maleantes. Pediré ayuda al gremio de ladrones aunque deba pagar mil oros.

-Estas mal de la cabeza Sator, ¿crees que Lanitof va permitir que sus hombres vayan a Grangos a arriesgarse a una posible batalla campal o a contraer la maldita peste por una putilla?

Mas rápido que un pestañeo Sator retiro de cada manga una finísima daga, las giro con una destreza envidiable apuntando las estrechas hojas a la cabeza de Tremor y antes de que este pudiera reaccionar tenia un centímetro de acero introducido en sus orificios auditivos.

-Vuelve decir algo de mi madre y aunque seamos camaradas te quito los ojos desde dentro de tu vacío cráneo.

-Te acompañare junto Lanitof solo para ver como te dice que no y poder reírme de ti.

-Te lo agradezco, nos vemos aquí en dos campanadas negras. Debo hacer algo antes.

Sator se tapo el rostro con su capucha negra y escalo ágilmente la pared de su espalda para perderse de vista por los tejados y azoteas de la ciudad de Jazar.

Si, era uno de ellos, esos misteriosos hombres de las que tantas veces había oído hablar en tono bajo y a escondidas, los médicos de la peste, los curanderos de la enfermedad mas aterradora y mortal que ha asolado al hombre, diezmado su numero e incluso modificando el sistema inmunológico europeo actual. Su siniestra silueta amedrentaba  a cualquiera pero era su funesto oficio el que provocaba pavor en la gente, sana y enferma, al verlos. Eran lobos solitarios, deambulando por los infiernos de las ciudades, recogiendo cadáveres contaminados para atroces experimentos, era la primera vez en la historia que la iglesia, máxima autoridad, permitía hacer autopsias y estudiar cadáveres, la situación era critica. Vivian del dinero que les concedía el estado por sus servicios, así atendían de forma indiferente a pobres y a ricos. Solían ser médicos que no habían tenido la suerte de conseguir labrarse una carrera profesional productiva o hacer renombre en la ciudad y como única alternativa para sobrevivir o continuar su pasión por la medicina accedían a marcar sus vidas para siempre con tal macabro y arriesgado empleo. Aquella imponente figura guardo su esplendoroso puñal debajo de la túnica negra de piel de cabra y acerco un barnizado carretillo de madera que previamente, antes de ejecutar a aquellos detestables hombres con una precisión quirúrgica, dejo detrás de el. Que olor mas nauseabundo desprendía aquel utensilio de la muerte, infestado de moscas y otros insectos que gozaban del alimento de la sangre seca adherida a las paredes de aquel carretillo. Mariel no podía detener el temblor total de su cuerpo cuando el medico peste se acerco y agacho para examinar los inertes especímenes que yacían a sus pies, notaba el bello olor que desprendía su mascara, era cautivador, fascinante, que perfume tan embriagador escaba de la larga nariz de aquella mascara blanca de pájaro. Recogió el muerto que mas interesante le resulto y con un perceptible esfuerzo lo desplomo en el interior del carretillo. se ergio y con el mismo silencio con el que apareció agarro ambos mangos del carretillo y se dispuso a irse.

-¡No me dejes aquí por favor !¡Te lo suplico! ¡Hare todo lo que quieras, por favor!

Sus plegarias sonaban huecas por la desmesurada debilidad de Mariel. Quizás fue la adrenalina o la tensión el momento lo que le permitió, en un momento desesperado, estirar su brazo al máximo y atreverse a agarrar el final de la túnica negra de su salvador. El hombre se giro y la miro penetrantemente a través de sus vidriosas esferas que protegían sus globos oculares de la enfermedad como derramaba cristalinas lagrimas de sus exuberantes ojos verdes.

-Pídeme lo que quieras te lo suplico - Rogo temblando Mariel.

El medico peste soltó el carretillo, oyéndose un fuerte golpe al encontrar el suelo, se acerco   a ella y palpo todos su cuerpo, observando minuciosamente cada centímetro de su piel.

-No tienes la peste, si quieres vivir sígueme, podrías serme útil, me siento muy solo desde que empezó todo.

Mariel asintió con la cabeza con un inexpresivo rostro y se arrastro como una babosa por el sucio suelo, siguiendo a su nuevo amo y aquel fúnebre ataúd con rueda.

La médico pesteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora