Fantasmas

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A principios de octubre de 1946, Noah Calhoun estaba contemplando la puesta de sol desde el cobijo que le confería el porche de su casa de estilo colonial. Le gustaba sentarse allí, al atardecer, especialmente después de haber trabajado todo el día, y dar rienda suelta a sus pensamientos sin una dirección concreta. Constituía su forma de relajarse, una rutina que había aprendido de su padre.
Lo que más le gustaba era contemplar los árboles y su reflejo en el río. Los árboles de Carolina del Norte son preciosos en otoño: verdes, amarillos, rojos, ocres, y cualquier tonalidad intermedia imaginable. Sus fascinantes colores resplandecían al sol y, como de costumbre, Noah Calhoun se preguntó si los anteriores dueños de la casa también habrían pasado los atardeceres sumidos en los mismos pensamientos que él.
La vivienda, construida en 1772, era una de las más antiguas y más grandes de New Bern. En su origen había sido el edificio principal de una plantación en pleno rendimiento, y Noah la había comprado poco después de la guerra y había invertido los últimos once meses y una pequeña fortuna en reconstruirla.
Unas semanas antes, un reportero del periódico de Raleigh había escrito un artículo sobre la casa, cuya restauración, según él, era una de las mejores que había visto. Al menos en lo que concernía al edificio principal. El resto de la finca era otra historia, y precisamente allí era donde Noah pasaba la mayor parte del día.
La casa se asentaba en un terreno de cinco hectáreas, a orillas del río Brices, y Noah estaba reparando la valla de madera que rodeaba los otros tres lados de la finca, comprobando que no estuviera podrida ni carcomida por las termitas, reemplazando postes cuando era necesario. Todavía le quedaba bastante trabajo por hacer, sobre todo en el flanco oeste, y un poco antes, mientras guardaba las herramientas, tomó nota mental de que necesitaba encargar más madera. Después, entró en la casa, bebió un vaso de té frío y se duchó. Siempre de duchaba al atardecer, para que el agua se llevara la suciedad y el cansancio.
Luego se peinó, se puso unos pantalones vaqueros desgastados y una camisa azul de manga larga, se sirvió otro vaso de té y salió al porche, donde se hallaba sentado en esos momentos, igual que todos los días a esa misma hora.
Estiró el brazo por encima de la cabeza, luego hacia ambos lados y, para completar la rutina, hizo varias rotaciones de hombros. Se encontraba a gusto, limpio y fresco. Se sentía físicamente cansado y sabía que al día siguiente le dolerían los músculos, pero se alegraba de haber hecho casi todo lo que se había propuesto.
Tomó la guitarra, recordando a su padre, y pensó en lo mucho que lo echaba de menos. Rasgueó una vez, ajustó la tensión de un par de cuerdas y volvió q rasguear. Sonaba bien, de modo que empezó a tocar una música suave, tranquila. Tarareo unos instantes, y comenzó a cantar mientras la noche se cerraba sobre él.
Tocó y cantó hasta que el Sol desapareció y el cielo se tiñó de negro.
Poco después de las siete dejo la guitarra, se apoyó sobre el respaldo de la silla y comenzó a mecerse. Por pura costumbre, alzó la vista y miró a Orion, la Osa Mayor, Géminis y la Estrella Polar, que parpadeaban en el cielo otoñal.
Comenzó a hacer cuenta mentalmente, pero enseguida se detuvo. Sabia que había gustado casi  todos sus ahorros en la casa y que pronto tendría que buscar un empleo, pero apartó ese pensamiento de su mente y decidió disfrutar de los meses que faltaban para terminar la restauración sin preocuparse por eso. Las cosas saldrían bien; lo sabia, siempre era así. Además, pensar en el dinero lo aburría. Había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, de las cosas que no pueden comprarse, y le costaba entender a la gente que veía la vida de otro modo. Otra cualidad que había heredado de su padre.
Clem, su perra de caza, se acercó, le olfateó la mano y se tendió a sus pies.
—Hola, chica,¿cómo estas?— le preguntó dándole una palmada en la cabeza, y la perra gimió suavemente, mirándolo con sus ojos redondos y tiernos. Había perdido una pata en un accidente, pero todavía se movía bastante bien y le hacía compañía en las noches tranquilas como aquella.
Noah tenia treinta y un años, no demasiados, pero los suficientes para sentirse solo. No había salido con nadie desde su llegada allí, pues no había conocido a ninguna chica que lo atrajera en lo más mínimo. Algo se interponía entre el y las mujeres que se le acercaban,  algo que no estaba seguro de poder cambiar aunque quisiera. Y a veces, poco antes de domirse, se preguntaba si estaría condenado a vivir solo hasta el final de sus días.
La tarde paso, cálida, agradable. Atento al canto de los grillos y al rumia de las hojas, Noah pensó que los sonidos de la naturaleza eran más reales y despertaban más emociones que los de los coches o los aviones. La naturaleza da más de lo que quita, y sus sonidos evocan la esencia del ser humano. Durante la guerra, sobre todo después de un combate, había pensado muchas veces en aquellos sonidos simples. "Evitarán que te vuelvas loco", le había dicho su padre el día que embarco. "Es la música de Dios, y te devolverá a casa".
Termino el té, entro en la casa, tomó un libro y encendió la luz del porche antes de volver a salir. Se sentó otra vez y miró el loro viejo, con la cubierta rota y las páginas manchadas de barro y agua. Era Hojas de hierba, de Walt Whitman, y de lo había llevado con el a la guerra. En una ocasión, incluso intercepto una bala.
Sacudió la cubierta para quitarle el polvo. Luego abrió el libro en una laguna al azar y leyó:
   Esta es tu hora, oh alma, tu libre      vuelo hacia lo inefable,
    Lejos de los libros, lejos del arte, abolido el día, concluida la lección,
   Emerges, silenciosa, contemplativa, a meditar en los temas que más amas,
   La noche, el sueño, la muerte y las estrellas.
Sonrió para si. Po alguna razón, Whitman siempre le recordaba a New Bern, y se alegraba de haber regresado. Aunque había estado fuera de catorce años, New Bern seguía siendo su hogar, y allí conocía a mucha gente, a casi todos de sus épocas de adolescente. No era de extrañar. Como en tantos pueblos, los habitantes  de New Bern no cambiaban,  simplemente envejecían. 
En la actualidad, su mejor amigo de Gus, un negro de setenta años que vivía al final de la calle. Se habían conocido un par de semanas después que Noah compraba la casa, cuando Gus se presentó con una botella de lo con casero y un estofado, y pasaron su primera arde juntos emborrachándose e intercambiando anécdotas.
  Ahora Gus lo visitaba un par de noches a la semana, casi siempre a eso de las ocho. Con cuatro hijos y doce nietos en casa, necesitaba escapar de vez en cuando, y Noah lo entendía. Gus solía llevar su armónica consigo, y después de charla un rayo, interpretaban algunas canciones juntos. A veces tocaban durante horas.
  Había llegado a considerar a Gus como un miembro de la familia. En realidad, tras la muerte de su padre, ocurrida un año antes, estaba solo en el mundo. Era hijo único; su madre había muerto de gripe cuando él tenia dos años, y él nunca se había casado, aunque es una ocasión quiso haberlo.
  Una vez había estado enamorado; de eso está seguro. Sólo una vez, una única vez, mucho tiempo atrás. Y aquella experiencia lo marco para siempre. El amor perfecto dejo huella, y el suyo había sido  perfecto.
  Las nubes de la costa comenzaron a desplazarse lentamente por el cielo del atardecer, tiñendose de plata con el reflejo de la luna. Mientras se cerraban sobre él, Noah echó la cabeza hacia atrás y la apoyo sobre el respaldo de la mecedora. Sus piernas se movían mecánicamente, manteniendo un ritmo constante, y como tantas otras veces, evoco un cálido atardecer como ése, catorce años antes.
 
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¡Hola!
Bueno primero quiero pedirle un favor a las pocas personas que leen estas personas y las que me pidieron que la siguiera... ¡Por favor voten!

Tratare de subir capítulos todos los dios y si no lo hago será cada tres días.

Gracias ❤️❤️❤️

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