Milagros

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¿Quien soy? ¿Y cómo acabará esta historia?
Ya ha salido el sol y estoy sentado junto a la ventana empañada por el aliento de toda una vida. Esta mañana voy hecho un auténtico adefesio, con un par de camisas, unos pantalones gruesos y una bufanda enrollada dos veces al cuello, con las puntas metidas dentro de un suéter de lana que me tejió mi hija para mi cumpleaños, hace ya seis lustros. El termostato de la calefacción maraca el máximo de su potencia, y a pesar de que a mi espalda hay  una pequeña estufa que hace clic y ruge y escupe aire caliente como un dragón de un cuento de hadas, mi cuerpo tirita por el frío perpetuo que se ha instalado en mi interior, un frío que se ha ido gestando a lo largo de ochenta años. "Ochenta años", pienso a veces, y aunque acepto mi edad con resignación, todavía me sorprende que no haya vuelto a sentir calor desde que George Bush era presidente. Me pregunto si todos los viejos experimentarán lo mismo.  
¿Mi vida? No es fácil de contar. No ha sido tan clamorosamente espectacular como me habría gustado, pero tampoco he sido un tarambana ni he hecho nada grave de lo que deba arrepentirme. Supongo que podría decir que se ha asemejado más bien a unas acciones de bolsa de alto rendimiento: relativamente estable, con más momentos buenos que malos, y con una tendencia general al alza. Una buena compra, sí señor, una adquisición afortunada, y soy consciente de que no todo el mundo puede decir lo mismo. Aunque tampoco quisiera que me malinterpretaran; no soy un tipo especial, de eso estoy seguro. Soy un hombre corriente, con pensamientos corrientes, y he llevado una vida de lo más corriente. Nadie ha erigido un monumento en mi honor y mi nombre pronto caerá en el olvido, pero he amado a una persona con toda el alma, y con eso me basta.
Los románticos los describirán como una historia de amor; los escépticos, como una tragedia. En mi opinión tiene un poco de ambas cosas, aunque tampoco importa cómo decidan interpretarlo, ya que a fin de cuentas esta historia ha marcado una parte considerable de mi existencia y determinado la senda que he elegido seguir. No me lamento del camino ni de las vicisitudes por las  que he pasado, ya tengo suficientes quejas en otros sentidos como para llenar una carpa de circo; pero la vía que he elegido siempre ha sido la más correcta para mí, y no la cambiaría por nada en el mundo.
Por desgracia, el tiempo obstaculiza el  trayecto. El camino sigue siendo tan recto como siempre, pero ahora está plagado de rocas y gravilla que se han ido depositando a lo largo de mi vida. Hasta hace tres años habría  sido fácil sortearlas, pero ahora me resulta imposible. La enfermedad ha hecho mella en mí; me siento débil y desmejorado, y paso los días como un viejo globo de una fiesta infantil: lánguido, flácido, y deshinchándome cada día un poco más.
Toso y, con los ojos entornados, echo un vistazo al reloj. Ya es la hora. Me levanto del sillón junto a la ventana, cruzo la habitación arrastrando los pies y me detengo delante de la mesa para recoger el cuaderno que tantas veces he leído. Ni siquiera lo miro; me lo coloco bajo el brazo y prosigo mi camino hacia donde sé que he de ir.
Avanzo sobre las baldosas blancas con veas grises, del mismo color que mi cabello y que el de la mayoría de los que viven aquí. Esta mañana no hay nadie en el pasillo; todos están en sus habitaciones, solos salvo por la compañía del televisor, pero ellos, al igual que yo, están acostumbrados a la soledad. Con el tiempo uno se acostumbra a todo.
Oigo unos amortiguados gemidos a lo lejos y sé exactamente de dónde provienen. Entonces las enfermeras me ven e intercambiamos sonrisas y saludos. Son mis amigas y hablamos a menudo, pero estoy seguro de que sienten curiosidad por mí y por la situación que me ha tocado vivir. En cuanto las dejas atrás, oigo que empiezan a cuchichear:
— Ahí va otra vez, ojalá hoy todo salga bien— murmuran, aunque no se atreven a decírmelo abiertamente. 
Estoy seguro de que piensan que me molestaría hablar de eso a primera hora de la mañana, y conociéndome como me conozco, probablemente tengan razón.
Al cabo de un minuto llego a la habitación. Como de costumbre, han colocado un tope en la base de la puerta expresamente para mí, para que se mantenga abierta. Hay dos enfermeras más en la habitación, y ambas me sonríen cuando me ven entrar.
— Buenos días— me saludan en un tono jovial, y dedico unos momentos a preguntarles por sus hijos, por la escuela y por las vacaciones que están a la vuelta de la esquina. Hablamos durante un minuto, aproximadamente, sin prestar atención a los gemidos. Ellas no parecen darse cuenta, supongo que se han acostumbrado, y me temo que yo también. 
A continuación, me siento en la silla que parece haber ido adoptando la forma de mi cuerpo. Ya están acabando por hoy: la han vestido, pero ella sigue gimoteando. Cuando se marchen se calmará, lo sé. El trajín de la mañana me provoca desasosiego, y hoy no es ninguna excepción. Por fin las enfermeras abren la cortina y se apartan de la cama. Las dos me sonríen y me dan un apretón en el brazo cuando pasan junto a mí. Me pregunto qué habrán querido expresar con ese gesto.
Me siento y la miro fijamente, pero ella no me devuelve la mirada. Lo comprendo, porque no me reconoce. Para ella no soy más que un completo extraño. Entonces le doy la espalda, inclino la cabeza y rezo en silencio para que Dios me conceda el coraje que sé que voy a necesitar. Siempre he creído devotamente en Dios y en el poder de la oración, aunque, para ser sincero, a pesar de mi fe he elaborado una lista de preguntas que espero me sean contestadas cuando abandone este mundo.
Ahora ya estoy listo. Me pongo las gafas y del bolsillo saco una lupa que deposito sobre la mesa mientras abro el cuaderno. Tengo que humedecerme un par de veces mi artrítico dedo índice para abrir la ajada cubierta por la primera página. Entonces coloco la lupa en la posición adecuada.
Siempre hay un momento, justo antes de empezar a leer, en que el corazón me da un vuelco y me preguto: "¿será hoy?". No lo sé, de hecho nunca lo sé de antemano, aunque en el fondo eso tampoco importa. Es la posibilidad lo que me mantiene con esperanza, no la garantía; es como una apuesta que me hago a mí mismo. Y a pesar de que quizás alguien me llame loco o soñador, creo que en la vida todo es posible.
Soy consciente de que las probabilidades, y la ciencia, no están a mi favo, pero la ciencia no posee todas las respuestas, y eso es algo que he aprendido con la experiencia que otorgan los años. Por eso todavía creo en los milagros. Por más que parezcan inexplicables o increíbles, son reales y pueden acaecer sin que importe el orden natural de las cosas. Así pues, una vez más, tal y como hago cada día, empiezo a leer el cuaderno en voz alta, para que ella lo oiga, con la esperanza de que hoy vuelva a cumplirse el milagro que se ha convertido en el aspecto que domina mi vida.
Y quizá, solo quizá, llegue a suceder.

Diario de una pasiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora