Me propongo referir en este capítulo algunos hechos que apenas se creerían, si la verdad y el carácter de quien los afirma no excluyese todo género de duda. Inserto la relación misma que el capellán de Murialdo (1) se sirvió dirigirme por escrito sobre este alumno suyo muy querido.
(1) El Capellán era entonces el Pbro. D. J. Lucas
Dice así: "En los primeros días que yo llegué a esta aldea de Murialdo, veía a menudo a un niño de unos cinco años de edad que venía a la iglesia en compañia de su madre. La serenidad de su semblante, la compostura de su porte y sus buenos modales llamaron la atención general. Si en llegando a la iglesia la encontraba cerrada, en vez de corretear o de divertirse, como suelen los niños de aquella edad, llegábase al umbral de la puerta y allí, puesto de rodillas, con la cabeza inclinada y juntas las manos sobre el pecho, rezaba fervorosamente hasta que se abría la puerta, aun cuando soplaba fuerte viento o a causa de la lluvia estaba el suelo cubierto de barro. Maravillado y movido de piadosa curiosidad, quise saber quién era aquel niño, y supe que era el hijo de un herrero, llamado Carlos Savio."Cuando me veía en la calle comenzaba desde lejos a dar señales de particular contento, y con semblante verdaderamente angelical prevenía respetuosamente mi saludo. Luego que empezó a frecuentar la escuela, como estaba dotado de mucho ingenio y era muy deligente en el cumplimiento de sus deberes, hizo un breve tiempo notables adelantos en los estudios.
"Obligado a conversar con niños díscolos y disipados, jamás sucedió que riñera con ellos; además de esto, soportaba con gran paciencia las ofensas de los compañeros y apartábase discretamente cuando presumía que podía suscitarse una dificultad. No recuerdo haberle visto jamás tomar parte en juegos peligrosos, ni causar en la clase la más mínima molestia; antes bien, invitado por algunos compañeros para ir a hacer burla de las personas ancianas, a tirar piedras, a robar fruta, o a causar otros años por las campiñas, sabía reprenderlos ingeniosamente y negarse a concurrir a tan reprensibles diversiones.
"La piedad que mostraba rezando hasta en los umbrales de la puerta de la iglesia no disminuía con la edad. A los cinco años había ya aprendido a ayudar a Misa, cosa que hacía con gran gusto y devoción. Iba todos los días a la iglesia, y si otro niño quería ayudar a Misa, oíala él con la más edificante compostura. Como a causa de sus pocos años, apenas podía trasladar el misal era gracioso verle acercarse al altar, levantarse sobre la punta de los pies, tender cuanto podía los brazos y hacer todos los esfuerzos posibles para llegar al atril. Si el sacerdote u otro quería darle el mayor placer del mundo, en vez de trasladar el misal, acercábaselo de modo que lo alcanzase; y entonces él lo llevaba gozoso al otro lado del altar.
"Confesábase a menudo, y no bien supo distinguir el Pan celestial del Pan terreno, fué admitido a la santa Comunión, que recibió con singular piedad. En vista de la admirable obra que la divina gracia iba realizando en aquella alma inocente, he dicho muchas veces entre mí: He aquí un niño de muy grandes esperanzas. ¡Quiera Dios que lleguen a madurez tan preciosos frutos!-" Hasta aquí el capellán de Murialdo.