Capítulo 1

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Los parabrisas del auto lucían ya fatigados de tanto repudiar agua del vidrio. Parecían estar esperando para romperse en cualquier segundo, y desempeñaban su función cada vez con menos vigor. Miraba a ambos lados, buscando indicios de alguna construcción o signo de la civilización, pero las ventanas laterales estaban inundadas, y ya ni una silueta se reconocía tras aquella pared de agua.

Un barrial cada vez peor se moldeaba en la senda que recorría el automóvil, y si se hubiese detenido, probablemente habría sido engullido por el cieno, por lo que decidí no detenerme en ningún momento, y mirar resuelto el frente hasta encontrar un lugar seguro del temporal.

Se hacía de tarde, y cada vez adentrado más en la desesperación, miraba los árboles y evadía las charcas, que se convertían en estanques escabrosos con una velocidad mayor que la del Mercedes que conducía. La aguja del tanque de gasolina señalaba mínima capacidad, y se había mantenido así por casi una hora. No me quedaba mucho tiempo. Calculé quince minutos como máximo.

Sin embargo, ni siquiera tres minutos pasaron cuando escuché carraspear a la manguera conectada al cilindro de combustible. El auto se rindió en un suspiro exánime y empezó a deslizarse sin resistencia por el camino. Maldije mi suerte y aproveché el último impulso del carro para aparcarlo junto a una palmera. Accioné el freno de seguridad y me recosté, cerrando los ojos y dejando salir un largo suspiro.

Luego de unos minutos, cuando el ritmo somnífero de la lluvia empezó a transformarse en una orquesta cacofónica y discordante, abrí los ojos y me di cuenta de que los parabrisas habían dejado de funcionar. Había perdido la poca visión que me quedaba sobre la senda que recorría. Abrí la guantera y saqué mi paraguas automático. Lo consideré, mientras pensaba en las opciones que me quedaban. Realmente no quería alejarme de la comodidad de mi coche. Solté un último jadeo y abrí la puerta con paraguas en mano.

Lo primero que sentí fue un escalofrío terrible bajando por la espalda y erizando cada vello de mi piel. El aguacero estaba tremendo. Las gotas gigantescas golpeaban las hojas de los árboles como balas de plomo, provocando un ruido atronador, estridente. Abrí el paraguas sobre mí e intenté poner un pie sobre el piso, pero no lo encontré. Me hundí en el agua hasta la pantorrilla, sintiendo mi tibia entumecerse. El agua entraba por el piso del carro. Salí y cerré la puerta, esperando que ésta sellase herméticamente el auto. Caminé ralentizado por el agua hasta la palmera y me aferré a ella, dispuesto a explorar el panorama en busca de alguien. Las gotas herían al paraguas y yo escuchaba sus gemidos metálicos.

Luego de quince minutos el nivel del agua habría subido por lo menos veinte centímetros y yo caminaba más preocupado. La lluvia golpeaba tan fuerte que me sentía cada vez un poco más sordo. No escuchaba mis pasos en el barro, no escuchaba el viento, sólo escuchaba el alboroto de la lluvia sobre el paraguas y sobre todo a mi alrededor. Tropecé y estuve a punto de caerme, pero apenas recobré el equilibrio y levanté la mirada avisté a lo lejos, entre la niebla de la lluvia, un establecimiento. Una estación de combustible.

Cuatro albas de lluviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora