1. Pétalos de sangre

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«Dadme lluvia, lluvia, lluvia sobre el techo inclinado para que surjan rosas e inspiración»

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«Dadme lluvia, lluvia, lluvia sobre el techo inclinado 
para que surjan rosas e inspiración». 
Vladimir Nabokov


Las crines de Alusse se escapan de tus dedos grises. La piel, rígida por el frío, apenas puede sostenerte. El viento arrastra la nieve alrededor y ves a lo lejos una posada. Mitad blanca y mitad de madera, promete ser el único refugio para sobrevivir a la noche. Animas a tu compañera con una voz que oscila entre la firmeza y el temor. Dejas que te lleve.

Estás a la deriva y lejos de tu hogar, al otro lado del reino con la yegua blanca que sacaste a escondidas del establo antes de partir. Tu yegua blanca. La que tu hermano te obsequió a los trece y que por eso es la más adecuada para encontrarlo, la única capaz de dar con él. Tu único seguro para no llegar demasiado tarde.

El cuerpo responde a una gelidez que no sientes. Tiemblas sin notarlo más que en la torpeza de las manos y los pies, como si la piel no te perteneciera y cargaras con un tejido ajeno y palpitante sobre el tuyo.

Pero tu corazón late —lento, al ritmo al que la nieve llora sobre las montañas— y vive. Después de casi haberlo perdido, aún vive.

La distancia se acorta. La puerta de madera te invita, augura sopa caliente y leños crepitantes en su interior. A pocos metros oyes el canto. Es apenas un zumbido, una perturbación en el aire opacada por la nieve que sacudes de tu rostro. No reconoces la melodía. El piano llega segundos después. Distingues las voces femeninas antes de que tu mano, rígida y firme, calle todo sonido con tres golpes en la madera.

Alusse es llevada con otros caballos mientras te invitan a pasar.

Estás dentro.

El calor del fuego golpea y te sofoca

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El calor del fuego golpea y te sofoca. Sacudes el abrigo para que la nieve caiga y no se derrita sobre ti. Todos se han detenido y están mirándote porque has interrumpido la rutina, sus ojos se esfuerzan por descifrar a la figura cubierta que mantiene la mirada en el suelo. Avanzas sin levantar demasiado la cabeza. Te ciñes a tu coartada.

La crees.

Al fondo, cerca de la esquina, hay un hombre con tres botellas vacías en la mesa. Asumes que le pertenecen, que tu deber es acercarte a él porque podría no reconocerte y hablar de más. Huele a ron y en su boca faltan dos dientes que le cuelgan de la oreja izquierda. Sabes que son suyos: el valor de un hombre reside en que conserve sus dientes sin importar dónde los guarde. Se presenta como Edgiön y te invita un trago que no rechazas.

Krästya tras las espinas de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora