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A un paso tambaleante, se adentra a una casa abandonada mirando hacia atrás a cada segundo, asegurándose de que nadie la siga. Eligió esa casa para resguardarse porque al ver la fachada tan arruinada y consumida por el paso del tiempo se le ocurrió que nadie la iba a buscar ahí, porque nadie con sentido común se iba a animar a entrar a una casucha que peligra con derrumbarse con él más mínimo toque, salvo ella, que se vio obligada a tomar medidas drásticas y no darle tanta importancia a ciertos posibles riesgos.

El espacio no es lo más conveniente para la espía, con la poca luz de la luna que entra por las ventanas rotas, las grietas del techo y los agujeros de las paredes solo ve ruinas, muebles picados y consumidos por un incendio, que a su parecer se produjo hace varios años, y algunos escombros. La atmósfera que la rodea es fría, casi helada y el poco aire que circula, húmedo y denso; la oscuridad sobre las paredes le da el toque tenebroso e inquietante que le abre paso a los recuerdos de cuando era una asesina despiadada y la mayoría de sus misiones se efectuaban en el momento más oscuro de la noche, porque en la penumbra ella se movía como un bailarín que conoce de memoria su escenario, con seguridad y confianza; se movía con libertad y mataba con facilidad.
Pero ésta no es una de sus misiones antiguas, esta vez la oscuridad puede jugarle tanto a favor como en contra y, a pesar de que antes lugares como esos le eran de utilidad, ahora simplemente no le conviene. Pero lo necesita, y con urgencia. Necesita un lugar para permitirse bajar la guardia y para descansar. Principalmente, para esconderse.

Encuentra un hueco entre medio de muebles rotos en un extremo de la pequeña habitación a la que acaba entrar, lo considera un escondite seguro, capaz de ocultarla y cubrir su cuerpo entero, y camuflarla con la oscuridad a simple vista.

Termina por llegar a su improvisado refugio arrastrando los pies, con una mano que presiona firme a la altura de sus costillas derechas y con ligeros jadeos escapándose de su boca. Cuidadosamente y con movimientos delicados tal de una bailarina de ballet, logra sentarse en el suelo sin hacerse más daño del que cree que ya tiene. Se asegura de que las maderas la tapen por completo y recuesta su espalda sobre la aspera pared.

Respira profundo. Alivio se cuela por el aire que inhala, pero dolor aparece en el que exhala.

En medio del silencio sepulcral que le brinda esa casa, asimila todo lo que acaba de pasarle hace unas horas; es conciente de que está en serios problemas y que aunque le cueste admitirlo, necesita ayuda para resolverlos porque lamentablemente llegó hasta esa instancia donde su ego es más pequeño y débil que sus imponentes y amenazadores problemas.

«¿Cómo dejé que esto pasara», piensa.

Sin embargo no busca respuesta para esa pregunta, no deja que ese pensamiento ronde en su cabeza por más tiempo, tiene que enfocarse en otras cosas. Buscar ayuda. Y cuando a buscar ayuda se refiere, solo piensa en una sola persona: su mejor amigo. No es porque quiera o se sienta cómoda al hacerlo, porque para ser sincera no le agrada molestarlo, sino porque es a la única persona que tiene y confía para estas situaciones. O es de lo que intenta convencerse.

Vuelve a respirar profundo, pero esta vez lo hace con el fin de recolectar fuerzas de donde ya casi no tiene. Con las manos frías y temblorosas, se baja un poco el cierre del tapado y toma su celular de un bolsillo interno. Todo su cuerpo se estremece por el contacto del aire helado que se cuela por la abertura del cierre, pierde el calor corporal que tanto le costó mantener. Cada parte de su cuerpo que antes le dolía ahora le duele aún más. Se sube el cierre hasta el cuello y con el móvil en mano, lo desbloquea y con desesperación disfrazada de delicadeza presiona varias veces la pantalla táctil hasta dar con el número de contacto del gran —y estúpido a veces—Clint Barton.

La luz brillante del celular destella con mucha intensidad en el medio de la penumbra de la habitación, se agacha un poco para cubrirse aún más y que nadie la vea o llame la atención. Por dicho movimiento una punzada de dolor nace en su costado derecho y no puede evitar reprimir un gemido de dolor.

TIEMPODonde viven las historias. Descúbrelo ahora