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- Chicos, soy la doctora Alice, como ya el señor Fleming me ha presentado.

Su voz sonaba fría y calculadora, como si de una militar se tratara.

- Voy a enseñaros vuestras habilidades, pero, sobre todo, como usarlas y controlarlas...
- ¿En serio? - preguntó el chico de tierra -, ¿ésta va a ser una de esas historias de adolescentes que tienen poderes y que tienen que salvar el mundo? - parecía incrédulo.

La doctora Alice le dedicó una mirada que no contenía odio ni rabia, pero sus ojos fríos harían a más de uno temblar. Aaron no fue una excepción, él nunca fue una excepción. Era popular, era el capitán del equipo de fútbol de su instituto, solía resultar guapo a las chicas, y tampoco se le daban mal los estudios, bueno, estudiaba lo justo. Pero el no creía que los estudios le hicieran falta, sabía que pronto el entrenador de un equipo de gran prestigio iría a su instituto a ver uno de sus partidos. Sería una gran oportunidad para él, claro, si conseguía salir de allí.

- Nadie va a salvar el mundo - dijo tajante.

«¿Vamos a destruirlo?» pensó Adalia. Aunque no dijo lo que tenía en mente, una sonrisa malévola hizo que se dedujera su pensamiento.

- Tampoco destruirlo - comentó al ver su macabra sonrisa.
- ¿Y en qué consiste el proyecto Éter, entonces? - preguntó Neyel.
- Éter es el futuro - contestó Alfred.

La doctora Alice ignoró su respuesta y siguió hablando.

- Vosotros habéis sido seleccionados para implantaros un gen que ha sido creado para...
- Explícales en qué consisten sus poderes - interrumpió Alfred algo incómodo.

Ninguno de los presentes era tonto, y sabían de sobra que ese viejo millonario les ocultaba algo.

- ¿Qué gen? - preguntó Neyel.

Antes de llegar allí, Neyel se había saltado dos cursos y tenía pensado pedir la admisión anticipada para la Universidad de Oxford, dónde estudiaría todo tipo de ciencias. Claro, si podía salir de allí y terminar el último trimestre para graduarse.

La doctora Alice miró a Alfred buscando aprobación, no parecía incómoda, y mucho menos preocupada, sentimientos que se veían claramente en el rostro de su jefe.
Alfred asintió de forma muy sutil, intentando disimular lo indisimulable.

- ¿Qué tal si os lo explico en mi despacho? - esbozó por vez primera una sonrisa.

Los chicos asintieron extrañados mientras salían acompañados de la doctora Alice.
Caminaron una corta distancia por el pasillo hasta la puerta contigua a la de Alfred.

El despacho no era ni la mitad de grande que el de su jefe, pero tampoco era para quejarse. Tenía un gran escritorio que daba a la pared totalmente blanca, en ésta había una televisión de plasma que debía de funcionar como pantalla de un ordenador. A un par de palmos había otra mesa blanca con numerosas probetas y microscopios, seguramente el resto de artilugios estuvieran guardados en un armarito que se encontraba anclado a la mesa por seguridad, también blanco.
El despacho tenía un aire futurista que asombró a todos.

La doctora se sentó sobre la mesa, cruzando las piernas y colocándose sus pantalones blancos, cómo no, y prosiguió con la explicación.

- Os hemos implantado un gen llamado Gen Éter, que ha alterado vuestro ADN para que seáis... - titubeó durante un instante buscando la palabra adecuada - metahumanos.
- O sea que somos como ¿súper héroes? - preguntó ingenua Mereri.

La chica de tez blanca era tan inocente como una niña de ocho años. Su sonrisa se mostraba amable y hacía que todo el que la viera confiara inmediatamente en ella. Sus ojos, de un azul tan intenso como el mar, siempre parecían confusos y distraídos, mirando a la nada. Parecía siempre ausente, en un mundo a parte, metida en sus pensamientos.

- Los súper héroes sólo salen en los cómics pasados de moda y en películas americanas, no sois ni seréis héroes - la doctora dio un golpe en la mesa para recalcar sus palabras -. Sólo sois un experimento que un viejo millonario ha decidido llevar a cabo para hacerse aún más rico y vuestras vidas son tan insignificantes como las de unas ratas de laboratorio.

Los miraba fijamente a los ojos, con esa mirada que hacía temblar a cualquiera, exceptuando a Adalia.

Ella estaba acostumbrada a malos tratos por parte de policías y carceleros. Había estado en más de cinco reformatorios y en ocho centros de menores de los que había huido sin el menor de los problemas. Había robado joyas preciosas, asesinado a personas inocentes y estaba en busca y captura en cuatro países. Una mujer con mala uva no iba a intimidarla.

- ¿Es legal habernos implantado ese gen? - preguntó Neyel tras unos segundos de silencio.
- Si vuestro padres o tutores legales han firmado esta hojita - dijo sacando un papel del cajón del escritorio - es totalmente legal.
- Mis padres no han firmado eso - dijo Aaron.
- Ni los míos - replicó Neyel.

Adalia bajó la mirada, sus padres habían muerto cuando ella era muy pequeña. No miró hacia abajo por pena o tristeza, sólo la inundó un gran sentimiento de culpabilidad por haber matado a sus únicos seres queridos.

- Los míos lo han firmado - susurró Mereri -, dijero que lo hacían por mi bien.
- O por una buena suma de dinero - interrumpió la doctora -, el señor Fleming ingresó un millón de dólares en la cuenta de los padres que aceptaran firmar este contrato -  colocó las hojas firmadas de tal forma que pudieran verlas.

Todos ojearon el folio y comprobaron ellos mismo como sus padres les habían vendido.
Aaron y Neyel parecieron afligirse, aunque la expresión de Mereri seguía de lo más tranquila.

- A mis padres no les hace falta dinero - habló otra vez Mereri frunciendo el ceño -, son millonarios y viven en una mansión de lujo, no cambiarían a su hija por un calderilla.
- Tienes razón, por eso les ofrecimos lo que querían: todo tipo de profesores particulares para que su niña aprobara, psicólogos que la ayudaran con sus problemitas y las instalaciones más modernas del mundo.

«Eso sí me lo creo» pensó Mereri. Sus padres era unos ricos estirados que solo le habían enseñado buenos modales y a sonreir a todo. Ella odiaba eso. A Mereri solo le gustaba la poesía, el único lugar donde ella podía decir lo que sentía. El problema era que sus padres la excluían de su familia por ser la "oveja negra". Sus dos hermanos eran increíbles, tenían cientos de becas y para todos los institutos era un privilegio tener a sus hermanos como alumnos, en cambio a ella sacar un cinco le costaba sangre, sudor y lágrimas. Sus padres harían lo que fuera para que Mereri se convirtiera en una chica ejemplar, o por librarse de ella...

- Y dicho esto - continuó la doctora Alice -, os presentaré a el resto de científicos que han colaborado en el proyecto Éter.

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⏰ Última actualización: Sep 25, 2016 ⏰

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