Capítulo XLVI

1.6K 43 5
                                    

La enfermedad de Marianne, aunque muy debilitante por naturaleza, no había sido tan larga como para demorar su recuperación; y su juventud, su natural energía y la presencia de su madre la facilitaron de tal manera, que ya a los cuatro días de haber llegado la señora Dashwood pudo trasladarse al saloncito de la señora Palmer. Una vez allí, ella misma solicitó que enviaran por el coronel Brandon, pues estaba impaciente por agradecerle haber traído a su madre.

La reacción del coronel al entrar a la habitación, al ver cuánto había cambiado el aspecto de Marianne y al recibir la pálida mano que de inmediato le extendió, hizo pensar a Elinor que la enorme emoción que mostraba debía nacer de algo más que su afecto por ella o de saber que los demás estaban al tanto de sus sentimientos; y pronto descubrió en su tristeza y en la forma en que había cambiado de color al mirar a su hermana, la probable reproducción en su memoria de incontables escenas de angustia vividas en el pasado, vueltas a vivir por esa semejanza entre Marianne y Eliza de que ya había hablado, y ahora reforzada por los ojos hundidos, la piel sin vida, su aspecto de postrada debilidad y el cálido reconocimiento de una deuda especial con él.

Para la señora Dashwood, no menos atenta que su hija a lo que ocurría pero con ideas que iban por muy diferentes rumbos y, por tanto, a la espera de muy distintos efectos, el comportamiento del coronel se originaba en las más simples y obvias sensaciones, mientras en las palabras y gestos de Marianne quería ver el nacimiento de algo más que mera gratitud.

Después de uno o dos días, con Marianne recuperando visiblemente las fuerzas de doce en doce horas, la señora Dashwood, impulsada tanto por sus propios deseos como por los de su hija, comenzó a hablar de volver a Barton. De las medidas que ella tomara dependían las de sus dos amigos: la señora Jennings no podía dejar Cleveland mientras estuvieran allí las Dashwood, y el coronel Brandon, obedeciendo al pedido unánime de todas ellas, debió considerar su permanencia como sujeta a los mismos términos, si no igualmente indispensable. A su vez, en respuesta al pedido conjunto de la señora Jennings y del coronel, la señora Dashwood debió aceptar el carruaje de éste en su viaje de regreso, por la comodidad de su hija enferma; y el coronel, frente a la invitación de la señora Dashwood y la señora Jennings, cuyo diligente buen carácter la hacía ser amistosa y hospitalaria en nombre de otras personas tanto como en el propio, se comprometió gustoso a recuperarlo haciendo una visita a la casita de Barton en el curso de algunas semanas.

Llegó el día de la separación y la partida; y Marianne, después de una larga y muy especial despedida de la señora Jennings, tan llena de gratitud, tan llena de respeto y buenos deseos como en lo más íntimo y secreto de su corazón reconocía deberle por sus antiguos desaires, y diciendo adiós al coronel Brandon con la cordialidad de una amiga, subió al carruaje ayudada por él, que parecía empeñado en que ocupara al menos la mitad del espacio. Siguieron a continuación la señora Dashwood y Elinor, dejando a los que allí quedaban entregados a conversar sobre las viajeras y sentir el desaliento que los invadía, hasta que la señora Jennings fue llamada a su propio coche, donde encontró consuelo en los comentarios de su doncella sobre la pérdida de sus dos jóvenes acompañantes; e inmediatamente después, el coronel Brandon emprendió su solitario viaje a Delaford.

Dos días estuvieron las Dashwood en el camino, y Marianne soportó el viaje en ambos sin verdadera fatiga. Todo cuanto el más diligente afecto y los cuidados más solícitos podían hacer por su comodidad, lo hizo incansablemente cada una de sus dos acompañantes; y ambas se vieron recompensadas por el reposo físico que logró y la tranquilidad de su espíritu. Esta última era para Elinor especialmente gratificante. Después de contemplar a Marianne semana tras semana en constante sufrimiento, de verla con el corazón oprimido por una angustia que no tenía el valor suficiente para expresar ni la fortaleza necesaria para ocultar, constataba ahora en ella, con un gozo que nadie podía sentir de la misma forma, una aparente serenidad que si era —como esperaba que fuese— resultado de la reflexión, con el tiempo podía traerle contentamiento y alegría.

Sentido y Sensibilidad (Jane Austen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora