Olas plateadas, moviéndose en parsimonia por la bahía a la mirada de aquellos ojos ferrosos desde el alcázar. El tironear de la madera, acompañado del vaivén de las velas, balanceaba con sutileza a la embarcación.
Su embarcación.
El sol se reflejaba en las saladas aguas mientras cegaba gaviotas cuyo aleteo era tan molesto como la arena en los calzones; sensación que le recordaba que todos continuaban en tierra; una tierra que ansiaba ser abandonada a la suerte, porque de suerte para los perros quedaban las sobras.
—¡Bodegas llenas, capitán! —avisó una voz en la cubierta.
—No todavía —respondió el aludido—. No todavía.
Fumaba de una varilla de pliego artístico y femenino; y es que debía serlo, porque la malnacida hierba fue jodida de robar en aquel callejón a deshoras, en donde una misericordia podía enterrarse en los riñones y fuera luces.
Se tomó un momento para chupar del cigarrillo por amor a Neptuno. Esbozó una leve sonrisa y dejó escapar una humareda antes de caminar hacia la borda con vista al muelle.
Para su desgracia, las amarras continuaban atándolo a tierra. Sus hombres correteaban empapados en salitre de aquí para allá, subiendo por la plancha de estribor. Aprovechaban para lanzar despedidas a todo dar, como de quien se fuera honrosamente a la guerra con el riesgo de jamás regresar.
¿Y qué perdían aquellos hombres si por casualidades de la vida no volviesen a revolcarse en los arenales de dicha isla? Nadie los extrañaría; ni sus madres, ni sus padres, ni su patria. Si siquiera las encantadoras jovencitas a sábanas abierta en la mancebía.
No. Nadie echaría de menos a los pobres desgraciados.
Y quizás eso era lo bello del mar: recibía sin juzgar a criminales, proscritos, esclavos sin dueño, polizontes sin escrúpulos y algún infeliz en busca de aventuras.
Todos por igual.
Todos por igual caían en sus redes azules y verdes, oscilando entre corales y ventiscas bajo una estrella amarilla en el cielo de pocos amigos.
—Vaya telaraña —pensó el capitán—. Cualquiera cree que estimas a los incautos bajo tu mando.
Reprimió las ganas de toser.
Escupió contra su voluntad, cuidando de que nadie lo viese.
Se tronó el cuello antes de tirar la colilla del cigarro. Los últimos hombres se apersonaban en el barco, cargando las provisiones para el viaje. Nada fuera de lo usual; todo dentro del protocolo si es que tan poca galantería tenía sus procedimientos. El capitán apartó la vista del muelle, y le echó una ojeada a las mesanas y el trinquete; pulgares arriba de acróbatas en las alturas. Se dirigió hacia el timonel en popa, quien conversaba con el contramaestre.
—¿Curso? —preguntó este.
—Ya lo sabes —respondió el capitán. Su voz era áspera—. Todos a leguas a la redonda lo saben.
—Así que desistirá de esa idea, ¿verdad?
El capitán lo miró con sus ojos de navaja.
—¿Qué queda de rendirse? —suspiró, y todos los años del mundo se amontonaron en sus hombros—. Hay que traer el pan a la mesa.
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Olas Plateadas
Historia Corta"El Jolly Roger ondeaba a los primeros rayos del sol de la mañana. La bandera negra se imponía con picardía a la orden del viento. La calavera sonriente y el par de tibias saludaban al nuevo día, mientras la tripulación reanudaba sus quehaceres con...