3. EL PACTO DE LA BRUJA CARMESÍ

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De ser uno de los proscritos más buscados de todo el Exilio, a estar comiendo en la mesa del Señor de Olympia. De preguntarse cuanto faltaba para que los soldados le ejecutasen, a convertirse en uno de los invitados personales de Numadis III...

El norteño jamás llegó a pensar que en toda su miserable existencia tendría tanta suerte.

La mesa en la que lo sentaron era una tabla kilométrica llena de toda clase de manjares hasta donde se perdía la vista, y todos aquellos preparativos se realizaban sólo para que comieran tres personas. Tarek el oscuro había dedicado ya más de la mitad de su vida a viajar por todo el Exilio, y sin embargo, mucho de lo que se preparó en la mesa no lo había llegado a ver jamás hasta aquel entonces. La carne más tierna de los rincones más recónditos de los Prados del Oeste, el pescado más fresco de las Costas del Este, los cereales más brillantes del Sur de Olympia, la vid y el vino más dulce de los viñedos de su majestad... Era todo un espectáculo de puro bienestar y abundancia.

«Entonces, esto es lo que significa ser rey —pensó el norteño—. Ahora puedo entender toda la crueldad desmedida que puede venir de un sólo hombre: cuando obtienes tanto poder y autoridad, acabas temiendo por perder lo conquistado».

Una reflexión al que tan sólo dedicó unos segundos, llegando a una única conclusión: lo mejor que podía hacer era disfrutar el momento y olvidarlo pronto. No desear más de lo que Jahtorr y los dioses menores del norte podían darle a través de la naturaleza. Pues cuando el hombre se corrompe y se deja llevar por los placeres, llega a olvidar que es inevitable acabar por perderlo todo.

Tras un rato en que el rey Numadis III parecía querer dejarles espacio para que comieran bien, tanto el norteño como el muchacho —el cual se concentraba en desgajar una gigantesca pata de pavo— se dirigieron al monarca:

—Querías hablarnos de un trabajo —introdujo Tarek. Seguidamente, bebió un gran sorbo del vino que cubría hasta el borde de su cáliz—. Bien, te escuchamos.

El rey sonrió, mostrando en el proceso unos dientes negros como la pez.

—Vaya, vais directo al grano. Se ve que no os gusta perder el tiempo.

—El tiempo es oro. Cuanto antes tratemos el asunto, antes cobraré la recompensa.

Numadis III asintió en silencio. Era cierto aquello que decían de los habitantes de los Territorios Limite: tenían tendencia a ser muy bruscos.

Bebió un poco más de su copa de diamantes, se humedeció los labios y sin más preámbulos, comenzó:

—Para poder entender la magnitud de esta tarea, voy a necesitar remontarme a un tiempo pasado. En concreto, a la época de mi desgraciado «padre». —Exclamó. La última palabra la escupió con un mueca llena de repugnancia, como si acabara de masticar el bicho más asqueroso de los Muelles de Argos. Seguidamente, continuó—: Por ello, debo pedir que tengáis paciencia a la hora de contaros esta historia. Escuchad pues, con suma atención, ya que cada palabra que diré será muy importante:

»En la época en que mi padre llegó al poder, Olympia hacía tiempo que se había convertido en una de las grandes joyas del Exilio gracias a la labor de mi difunto abuelo: Numadis I «el Conquistador». Y por encima del resto de sus ciudades, la Fortaleza Hendida se había transformado en una de las capitales más avanzadas del mundo.

»Por desgracia, mi padre resultó ser un monarca insensato, estúpido y una gran deshonra para nuestro linaje. Descuidó las posesiones que mi abuelo había ganado con esfuerzo. A seguir: derrochó todo el oro conquistado de las batallas en diversas bagatelas e inutilidades excéntricas. Una de las que más destacó, fue la de ungir su cabello en oro en polvo durante cada mañana para que este brillase tanto como Hugin y Munin, los dos soles que cuidan los cielos de Exilio. También, se obcecó en cubrir de plata todas las calles de la Fortaleza Hendida. En fin, por si esto fuera poco, descuidó el reino mientras se dedicaba a ver espectáculos de gestas caballerescas y a cazar con sus vasallos. Para solucionarlo, decidió delegar sus obligaciones en funcionarios inútiles y dejó que las ciudades poco a poco adquirieran una mayor miseria. Llegó un punto en que había que aplacar rebeliones en villas que antaño eran fieles, hubo que apagar miles de «fuegos» de traición y amenaza en cada esquina. Por todo ello, fue llamado Numadis II «el Indolente».

LA BRUJA Y EL ENJAMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora