5. LA MALDICIÓN DEL BOSQUE DE LOS LAMENTOS

136 13 1
                                    

No tardó en llegar a las puertas del infame bosque. Ni tampoco, le costó reconocerlo.

Todo era tal como lo había descrito el soberano: sombrío, angosto, apagado y con un aspecto realmente espectral. Los árboles parecían encajados unos con otros como miembros agarrotados y secos, el suelo estaba compuesto de hojas muertas y piedras fosilizadas. A kilómetros a la redonda no había ni un alma, pues nadie se atrevía a acercarse. Apenas se escuchaba algún graznido de cuervo, o el viento silbando en su interior...

Sí, el lugar tenía que estar maldito.

No obstante, Tarek el oscuro jamás se dejaba avasallar por el miedo.

El norteño intentó adentrarse al interior de la vegetación, pero su montura se resistió. A pesar de que lo fustigaba, el caballo se negaba a acceder a la tenebrosa espesura. El salvaje negó con la cabeza.¿Hacía falta alguna otra señal para confirmar sus sospechas? Viendo que no tenía sentido tratar de obligar a un animal tan asustado —y llegando a la conclusión de que este, podía convertirse en un problema— se bajó de su lomo, lo desensilló, le sacó las riendas y el bocado, y con un golpe seco en una de sus nalgas, lo animó a que se alejara al horizonte. Después de eso desenvainó su espada, escupió a un lateral y echo una última mirada al camino que tendría que recorrer.

«Juro que te rescataré, Sol —pensaba—. Y también, que empalaré a esa maldita ramera con la punta de mi acero. Nada podrá detenerme hasta que lo consiga».

Luego, cruzó el umbral...

***

Lejos de allí, en una lóbrega y polvorienta estancia con oxidado color y metálica fragancia de sangre derramada, una sombra difusa se revolvió y se despertó de su letargo. Una garra antinatural y de naturaleza mecánica se cerró sobre una esfera de cristal que, de forma tenue, brilló entre sus zarpas.

Los ojos de la Bruja Carmesí se encendieron con el color del fuego.

En aquel momento supo que alguien había entrado en el bosque...

***

Tarek avanzó por un sendero estrecho y retorcido. Cuanto más se adentraba en la espesura, más densa se tornaba la oscuridad. En medio de esas tinieblas baldías, se acrecentaba una mayor sensación de incertidumbre, desasosiego, dolor. Algo yacía bajo las ramas secas de aquellos árboles. Un poder que lo inquietaba más allá de cualquier terror venido del Exilio: un mal primigenio, antiguo y muy, muy lejano.

Por cada paso que dio, el sudor de su espalda se tornó más frío. En principio todo parecía en calma, demasiado. No se escuchaba nada; ni siquiera a las criaturas impías que solían venir atraídos por la muerte, o el viento que hacía unos instantes parecía advertirlo del peligro al que se acercaba. Sin embargo, tras un largo silencio, y conforme fue penetrando más allá de sus fauces, un sonido que no parecía sonido alguno se fue perfilando en lo más profundo de su mente. Era una letanía monocorde que se tornó coral y lúgubre. Un gemido que parecía venir de todas y de ninguna parte. Antes de que siquiera se diera cuenta, estaba rodeándolo. Y el norteño sintió que iba a volverse loco.

«Como si los árboles estuvieran sufriendo... —reflexionó Tarek—. Ahora entiendo porque lo llaman el Bosque de los Lamentos».

Mientras el extranjero seguía adelante, algo en la distancia comenzó a acecharlo: una criatura alada cuya misión era observar quién era aquel que osaba perturbar la miseria de esos bosques. El búho se posó en una de las gruesas ramas, sus ojos muertos percibieron la figura armada del norteño...

***

De la esfera surgió la imagen borrosa de un intruso armado con un quebrantahuesos y unos ojos tan serenos como los de un fiero lobo. Aunque su rostro reflejaba claros signos de tensión, avanzaba decidido a través de los árboles.

LA BRUJA Y EL ENJAMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora