Una oscura confesión

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La vi sonreír con esos labios que ni el color de la cereza le hacía honor. La vi en ocasiones suspirar cuando nadie más se atrevía a hablarle. Sus cantos en las mañanas eran las notas más angelicales que mis desgraciados oídos pudieron escuchar. Tuve el honor de tocar su piel pálida al bañarla. Peiné su cabello como si fueran suaves hilos dorados, y así lo eran. Sus ojos se clavaban en mí siempre que una lágrima de ellos quería resurgir.

Flor solo tenía quince años cuando empezó su desdichada existencia. ¿Y quién podría predecir eso? Tal vez yo pude hacerlo, pero no. Me convertí en el testigo silencioso por miedo a perderla, pero terminé perdiéndome con ella. Era como una canción de cuna, siempre estaba en mi mente. Ahora incluso después de muerta sigue siendo la que mis pensamientos opera.

En diciembre, un día justo antes de navidad, fue su primera agonía. Lo recuerdo como si fuera ayer, porque formé parte de las lágrimas que vendrían.

—Daniel, mañana es navidad, ¿crees que mi padre me regale el vestido que le pedí? —Ahí estaba ella, preguntándome como si yo supiera todo en esta vida.

—No lo sé. —Mi respuesta provocó una expresión de tristeza en su mirada.

—¡Detesto que me respondas así! —exclamó, mientras se lanzaba a la cama, estirando su cuerpo para cubrir cada espacio solitario.

—Tú eres una niña tonta. —Sabía que al decirle aquello, ella haría una rabieta. 

Y así fue.

Papá ingresó al instante a la habitación con su ropa destrozada y con una botella de licor  en mano, dejando a deslucir sangre alrededor del objeto. Lo miré furioso por presentarse así, pero era habitual en él desde que mi madre había muerto en septiembre por culpa de un conductor ebrio. Él no estaba siendo diferente a aquel asesino, porque había adoptado la manía de embriagarse hasta que su cuerpo no pudiera más.

Flor era testigo de sus acciones conmigo. Ella se escondía, mientras mi padre me golpea por cualquier excusa. Tal vez, era una manera de desahogarse, pero cada vez que lo hacía arrancaba un pedazo de mi alma y magullaba mi amor por él.

—Vete de aquí, Daniel. —Al escucharlo decir eso, miré instintivamente a Flor; no quería que la castigara, al menos mi mente no imaginó en ese instante que pudiera suceder algo peor que eso.

Debí preverlo.

—No —respondí, sin dejar de mirarla, porque en su rostro se desdibujó el pánico.

—¡Vete! —exclamó, mientras daba unos pasos malogrados hacia donde me encontraba.

—No —dije, sin inmutarme. Tal vez, debí razonar con él de una mejor manera, solo tal vez no hubiese ocurrido lo que en pocos minutos después se convirtió en mi castigo.

—Muchachito... pendejo... —Me agarró con sus manos, tirando al suelo la botella para sacarme con todas sus fuerzas de la habitación, cerrando la puerta al lanzarme fuera, dejándome al otro lado de la más espantosa escena.

Lo siento, Flor. 

Si tan solo hubiese sido más valiente, tú no hubieses sido la protagonista de aquel terrorífico actuar por parte de un hombre que desde ese día se dejó de llamar padre para denominarse monstruo.

—¡No! —Varias veces escuché los gritos de mi hermana. Pensé que solo la estaba castigando con la severidad que lo hacía conmigo. Después de todo, si yo podía levantarme, ella también podría, y más si yo la ayudaría.

Salió mi padre del cuarto, arreglándose el cierre del pantalón, justo en ese instante, mi cabeza divagó hacia lo peor. No me importó nada y corrí desesperado para ver que le había pasado. Ella tenía las piernas recogidas, estaba en un rincón de la cama tratando de taparse con la sábana enmarañada de sangre. Me acerqué rápidamente hacia a su lado, pero agachó su cabeza con tal vergüenza que sentí por un segundo su mundo desquebrajarse.

—Flor, háblame. —Repetí varias veces esa frase, pero no contestaba.

Le acaricié el cabello, pero su mano detuvo mi acción. Alzo levemente la cabeza, al mirarme, mi corazón se destrozó.

—¿Qué te hizo? —pregunté, delicadamente, mas la nostalgia estaba atravesando a poro mi alma.

Lo único que hizo ella fue sollozar, no quería responder. Mis lágrimas empezaron a rodar sin haberles dado permiso alguno. Todo en ese lugar era no adecuado, para mí todo se había dañado.

—Me violó —soltó, y al instante reaccioné, confirmándome lo que mi instinto había sido capaz de sentir justo al ver a nuestro padre salir del cuarto.

Debí ir tras él y golpearlo una y otra vez, pero no lo hice. Solo me dediqué a ella, la abracé, la limpié, la arreglé y dormí a su lado por sí el monstruo volvía. Y él no apareció después de varios días.

Durante ese tiempo, traté de ser un buen hermano, cuidándola de todo aquello que le provocara miedo. La complací en todos sus caprichos, pero Flor no era la misma niña. Ella solo era un fantasma que rondaba su propia existencia. Me escondía en mi cuarto y me golpea con un látigo para cubrir el sentimiento de cobardía que mi interior y exterior sentía. Era el peor hermano del mundo, si tan solo hubiese sido más fuerte.

El cadáver de Flor ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora