Cómo iba a imaginar que me convertiría en una persona sin alma, no sabía la decisión que cometería, pero menos sabía que mi alma se corrompería. Debió imaginarlo Flor, porque me miraba con dudas cada vez que intentaba hablarme.
Había pasado un mes de no tener noticias de él, lo cual era lo mejor para nosotros. Vi en su rostro una efímera sonrisa. Ese momento, dichoso momento que enmarqué en mi memoria para no olvidar que no se había perdido su alma del todo en esta miserable vida. Divagué en mis adentros, contuve la ansiedad de robarle más sonrisas, pero al final me propuse devolverle la alegría sin más. Luché y luché, pero poco cambió. No la culpé por la poca disposición a mi propósito, porque sabía muy dentro de mí el horror que en su interior experimentó.
La vida se encaprichó con ella en herirla, porque llegaría el fatídico día en que su luz se apagaría. No sabía lo que su mente maquinaba, pues no era adivino para saberlo. Sin embargo, debí hacer caso a esa extraña palpitación que sentía en mi pecho cuando Flor decidió salir por rosas en un día seco de marzo.
—Ya regreso. —Era lo último que me diría, esforzándose a que no sonara a manera de tristeza.
—No demores —solté, mientras limpiaba la entrada del portón.
La vi alejarse e internarse entre los árboles. Sabía que lejos no iría, después de todo, el jardín de rosas no estaba lejos. Limpié con esmero nuestra casa, hablé con la vecina de la comida, después de dejar todo acordado de cómo iba a pagarle sobre la ayuda que nos estaba brindando, fui a buscarla. Caminé entre los árboles pensando que la vería jugar en medio de tanta belleza rodeándola, pero lo que vi rompió mi conciencia para darle paso a la impotencia.
Corrí hacia Flor que estaba tirada en el suelo con su vestido rosa destrozado. La agarré entre mis brazos, pero ella se quejó porque mi movimiento la lastimó. Su rostro estaba desfigurado por moretones y coágulos crecientes de sangre. Al analizarla mejor, no solo su cara era la perjudicada, sino cada parte de su ser.
—¿Qué te pasó? —pregunté, entre sollozos.
—Fue él. —Empuñé mis manos a modo de respuesta.
No entendí cómo el hombre que fue un día el mejor de los padres se volvió el peor de los villanos. Quería darle justificación al alcohol, pero me detuve cuando me di cuenta que era absurdo justificar sus atroces actos. No hubo palabra alguna que describiera el odio que sentí hacia el hombre que me dio la vida y me vio nacer.
—Lo mataré —le dije, mirándola, enfocado en su rostro como una promesa que no rompería.
—Mátame —susurró, con un hilo de voz que denotaba que la vida se le escapa en cada exhalación.
—¡¿Qué?! —grité, al tiempo que quise llorar, pero no había tiempo.
—Mátame, por favor, Daniel —rogó, despertando una agonía inmensa en mi corazón.
—No lo haré —enfaticé, fijándome en su mirada, buscando algún inicio de delirio, pero no.
Ella estaba más cuerda que nunca.
—Mátame. —Lágrimas se desbordaban en su rostro.
—No me pidas algo que no haría —dije, angustiado.
—No ves que él ya me mató hace tiempo. —Sus palabras fueron clavadas como puñales a mi alma.
Y justo ahí, lo supe.
Había una decisión por tomar.
—No —dije, sollozando sin poder evitar que mis lágrimas también se derramasen.
—Hazlo, por favor. —Negué con la cabeza, pero ella insistió—: Hazlo, por favor.
¿Cómo podía pedirle aquello a un niño de tan solo diez años?
Pero eso no lo razoné cuando la tenía entre mis brazos con su vida por extinguirse. Verla totalmente destrozada partió lo poco que quedaba en mí. Supe que si yo no lo hacía, el monstruo volvería y lo haría, o si no ella igual atentaría con su vida. Atendí su suplica, su dolor, sus lágrimas... coloqué su cuerpo en el suelo, me saqué la camisa y tapé su rostro con ella.
—Hazlo —escuché su voz a través de la tela.
Era su aviso, Flor estaba preparada y yo ya había abandonado mi alma. Cubrí con mis manos su boca fuertemente, porque la tela ya cumplía perfectamente con bloquear su respiración nasal. Ella pataleó por un instante, pero en cuestión de segundos quedó todo en silencio. No se movía, no protestaba; nunca lo hizo. Siempre estuvo dispuesta a su eminente muerte.
Fui su asesino.
La había matado a suplica suya, pero Flor nunca supo que después de su petición condenaría la vida de su ejecutor. En las noches escuchaba su voz y mis lágrimas se rompían. Todos decían que el asesino era el monstruo, pero el verdadero homicida era para ella su salvador, su ángel. Sin embargo, ahora aquí estoy a mis veinte años siguiendo con la tortura a mi alma debido a nuestro secreto, porque simplemente no soy valiente a mi falta de juicio.
No soy valiente, porque no estás conmigo.
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El cadáver de Flor ©
Short StoryUna muerte que tiene varias versiones, pero solo un culpable. ✓Todos los derechos reservados. ✓Obra registrada en Safe Creative.