3 Hogwarts

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Aún recordaba cuando, en su primer día en Hogwarts, con tan sólo once años; miraba al techo del Gran Comedor y se quedaba boquiabierto. Un cielo lleno de estrellas se extendía sobre sus cabezas, y no es que hubieran destruido el techo, no; es que sólo la magia era capaz de simular un cielo tan hermoso como aquel. No pudo evitar emocionarse cuando, sentado sobre una butaca de enormes dimensiones, vio al hombre que le había salvado la noche en que el Señor Tenebroso había matado a sus padres. No le quedaba ningún recuerdo nítido de aquella noche, sólo una luz blanca y potente, procedente de aquella motocicleta sobre la que se sentaba, nervioso, su salvador.

—Hagrid... —susurró Harry por lo bajo. Antaño, habría echado a correr, lanzándose sobre los brazos del gigante. Pero ya era un hombre adulto, y pese a ello, cuando estuvo más cerca, le dio un suave abrazo, lleno de recuerdos y buenos momentos que se repetían cada noche en sus sueños.

—¡Pero mírate! Estás enorme, Harry. Aunque claro, todavía te saco varias cabezas. Nunca has sido muy grande, no; aunque tienes un corazón que no te cabe en el pecho, siempre lo he dicho. Y si a eso le añadimos la inteligencia de tu madre... —Hagrid paró su discurso por miedo a que Harry se sintiera afligido al oír hablar de su madre, pero tenía una sonrisa inmensa en el rostro. No, no se debería remover el pasado en una noche tan hermosa como aquella.

Harry contó cientos de niños corriendo por el Gran Comedor. Todos hablaban, reían; trataban de adivinar qué casa les sería asignada. Todos deseaban ser de Gryffindor, mas la mayoría de ellos acabarían en Hufflepuff. Los más inteligentes, en Ravenclaw; y los más temerarios y astutos en Slytherin. Los componentes de las cuatro casas de Hogwarts tenían grandes habilidades, y solían llevarse bien entre ellos. Pero por mucho tiempo que pasara, la rivalidad entre Slytherin y Gryffindor seguía ahí. El león que acecha a la serpiente abriendo enormemente sus fauces mientras esta prepara sus colmillos venenosos.

Harry observó la gran mesa que se encontraba al final del Gran Comedor. Había pasado seis años de su vida observando a las grandes figuras que se sentaban en aquella mesa. El profesor Flitwick, aquel hombre que le había enseñado Encantamientos desde que era un crío de once años desconocedor de la magía. La profesora McGonagall le había enseñado a usar hechizos tan útiles como convertir un sapo en un tenedor. Qué ironía. 

SIn embargo, jamás había aprendido tanto de un profesor como de Albus Dumbledore. Aunque éste jamás le enseñó ninguna materia, puso sobre él toda su confianza, arriesgando su propia vida por Harry. El muchacho, hecho todo un hombre, no olvidaría jamás aquella noche en la torre de Astronomía, cuando ante sus ojos Severus Snape asesinó al director de la escuela. Nunca odió tanto a un hombre como odió a Snape, hasta el día de la batalla de Hogwarts, cuando le tuvo entre sus brazos y éste le hizo ver que no todo había sucedido como el creía. Había sido fiel a Dumbledore, y su valor y lealtad quedarían en el corazón del mundo mágico.

Una pequeña y fina lágrima descendió por sus mejillas que, coloradas, colocó para saludar a los nuevos profesores. No reconocía ningun rostro, tan sólo el de su amigo Hagrid y el del nuevo profesor de Botánica: Neville Longbottom que, tras una larga charla, le contó finalmente a Harry su unión matrimonial con Luna Lovegood. Harry no pudo evitar reírse por la pareja tan extraña que formaban sus dos amigos, pero supuso que las cosas iban bien, y que no había motivo alguno para preocuparse por aquellos dos "lunáticos".

Definitivamente, Harry se sentía orgulloso de haber vuelto. La última vez que había estado allí estaba el castillo casi en ruinas. Muchos años después, un sol brillante descansaba sus rayos sobre la escuela que, aunque hubiera transcurrido el tiempo, seguía como él la soñaba todas las noches en sus sueños.

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⏰ Última actualización: Jan 19, 2014 ⏰

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Harry Potter y la diadema de Rowena Ravenclaw: El Retorno.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora