04 - Las vaginas que nacieron en mi rostro

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Esa mi manera de pensar demasiado, sumergido en mi mundo introspectivo, me cuesta un precio exorbitante. Me sobra poco tiempo para realizar las tareas básicas del día a día, como: mantener mi casa limpia, tomar una cerveza, saludar al vecino y tomar baño.



Mientras me cambiaba para ir a dar una conferencia, me di cuenta que no había un maldito calzoncillo limpio en la gaveta. Mi casa es oscura, porque las lámparas fundidas no son sustituidas. Comúnmente maldigo, sentado en la taza sanitaria, sorprendido por el fin del papel higiénico. Una voraz reflexión toma cuenta de todo mi ser: si Dios fue de verdad caprichoso a punto de haber diseñado un cuerpo humano tan perfecto, ¿porque rayos no se esmeró un poco más y nos dio un intestino capaz de producir heces con una consistencia mayor, excrementos engomados, para no diseminar suciedad?



Y entonces, ¿qué se diría, de una tarea un poco complicada como afeitarse? ¿qué? ¿qué no es complicada? Puede ser desconcertante, pero aquellas tareas sencillas para todo el mundo para mí son muy complejas.



Mi barba es muy gruesa y crece muy rápida. Y de ahí me acostumbré a delegarle esa función a terceros. Perdí, completamente, la habilidad con la cuchilla de afeitar.



Dicen que todo en exceso no es saludable. La regla vale, por experiencia personal, para cuestiones mayores, como: reflexión, composición y creación. Y vale, también, para oficios más modestos, como el de barbero.



Un barbero es un especialista muy útil. Y gracias a él es que no caigo en la desgracia de tener que exhibir una colección de vaginas artificiales en mi cara, al meterme a desempeñar un arte que no domino: la habilidad de manosear una cuchilla de afeitar. No obstante basta que un barbero sea, solamente, un barbero, sin cometer el exceso de ser un barbero barbero. Barbero barbero es un barbero que hace paragüerías.



Treinta y cinco o cuarenta pesos es una bagatela. Pagaría hasta cien pesos para que me hicieran mi barba. Si hubiera profesionales de ese orden en el mercado, pagaría hasta para que me cepillaran mis dientes.


Aprendí, en la facultad de economía, que esa diferencia entre los cien pesos que yo estaría dispuesto a pagar para cortar mi barba y los treinta y cinco pesos que, efectivamente, me cobran, se le llama excedente del consumidor.



Como veo todo por el lado positivo, cuando le pago a mi barbero, no me siento gastando treinta y cinco pesos. Me acuerdo del excedente del consumidor y, con eso, me siento ganando sesenta y cinco (espero que mi barbero no lea esta crónica). Entonces "mato dos políticamente correctos con un único sarcasmo": evito que mi rostro de bebé sea corrompido por una gama de vulvas creadas por mis manos inhábiles y, de modo concomitante, gano sesenta y cinco pesos ¡Hurra! Es la típica alegría de bobo, pero... por lo menos, lo asumo.



El problema no está en remunerar por el servicio, sea lo que haya que pagar. El problema es lo que recibo a cambio de mi dinero trabajado. Es triste, sin embargo, es la realidad: no importa lo que paguemos, lo difícil es encontrar un técnico capacitado, en cualquier área, que nos haga sentir aquella sensación de que el capital fue bien empleado.


Empleados de aquellos hoteles en que uno siempre se hospeda – y cree que va a ser respetado, no sólo por la razón de estar pagando, sino, principalmente, porque los "pasa tarjeta" por allí – son mal educados.

El golpe que tomé en mis pelotasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora