La Hoya de las Brujas H. P. Lovecraft y August Derleth

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El Distrito Escolar Número Siete lindaba con una región salvaje situada al oeste de Arkham. Se alzaba en el centro de una pequeña alameda de robles, algunos olmos y uno o dos arces. La carretera conducía por un lado a Arkham y por el otro se perdía en los oscuros bosques de poniente. Cuando tomé posesión de mi nuevo cargo de maestro, a primeros de septiembre de 1920, el edificio de la escuela me pareció realmente encantador, a pesar de que no pertenecía a ningún orden arquitectónico y de que era exactamente igual a miles de otras escuelas de Nueva Inglaterra: amazacotada, tradicional, pintada de blanco, resplandeciente en medio de los árboles que la rodeaban.

Era ya por entonces un edificio viejo. Sin duda estará ahora abandonado o derruido. Actualmente, el distrito escolar dispone de muchos más fondos, pero en aquel tiempo sus subvenciones eran un tanto miserables y escatimaba todo cuanto podía.

Cuando entré yo a enseñar, todavía se usaban, como libros de texto, ediciones publicadas antes de empezar este siglo. A mi cargo tenía hasta veintisiete alumnos; entre ellos varios Allen y Whateley, y Perkins, Dunlock, Abbott, Talbot... y también un tal Andrew Potter.

No puedo recordar ahora por qué exactamente me llamó la atención Andrew Potter. Era un muchacho grandullón para su edad, de cara muy morena, mirada fija y profunda, y un cabello negro, espeso, desgreñado. Sus ojos me miraban con una persistencia que al principio me dejaba perplejo, pero que finalmente me hizo sentirme extrañamente incómodo. Estaba en quinto grado, y no tardé mucho en descubrir que podría pasar al séptimo o al octavo con gran facilidad, pero que no hacía ningún esfuerzo por conseguirlo. Daba la impresión de que se limitaba a tolerar a sus compañeros, los cuales, por su parte, le respetaban, no por afecto, sino más bien por miedo. Muy pronto comencé a darme cuenta de que este extraño muchacho me trataba con la misma divertida tolerancia que a sus condiscípulos.

Tal vez fuese su forma de mirar lo que inevitablemente me llevó a vigilarle con disimulo en la medida que lo permitía el desarrollo de la clase. Así fue como llegué a advertir un hecho vagamente inquietante: de cuando en cuando Andrew Potter respondía a un estímulo que mis sentidos no llegaban a captar, y reaccionaba exactamente como si alguien lo llamara; se despabilaba entonces, se ponía alerta, y adoptaba la misma actitud que los animales cuando oyen ruidos imperceptibles para el oído humano.

Cada vez más intrigado, aproveché la primera ocasión para preguntar sobre él.

Uno de los chicos de octavo grado, Wilbur Dunlock, solía quedarse después de terminar la clase y ayudar a la limpieza del aula.

-Wilbur -dije una tarde, cuando todos se hubieron marchado-, observo que ninguno de vosotros le hacéis caso a Andrew Potter. ¿Por qué?

Me miró con cierta desconfianza, y reflexionó antes de encoger los hombros para contestar.

-No es como nosotros.

-¿En qué sentido?

El niño sacudió la cabeza.

-No le importa si le dejamos jugar con nosotros o no. Además, no quiere.

Parecía contestar de mala gana, pero a fuerza de preguntas conseguí sacarle alguna información. Los Potter vivían hacia el interior, en las colinas boscosas de poniente, cerca de una desviación casi abandonada de la carretera que atraviesa aquella zona selvática. Su granja estaba situada en un valle pequeño, conocido en la localidad como la Hoya de las Brujas y que Wilbur describió como «un sitio malo». La familia constaba de cuatro miembros: Andrew, una hermana mayor que él y los padres. No se «mezclaban» con la demás gente del distrito, ni siquiera con los Dunlock, que eran sus vecinos más cercanos y vivían a un kilómetro de la escuela y a unos siete de la Hoya de las Brujas. Ambas granjas estaban separadas por el bosque.

La Hoya de las Brujas - H. P. Lovecraft y August DerlethDonde viven las historias. Descúbrelo ahora