Prólogo

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Sus ojos azules me miran furiosos y yo trato de vestirme lo más rápido que puedo. Miro hacia el suelo y recojo mi pantalón y cuando meto mi pie derecho, se atora y caigo de nalgas sobre el frío y duro suelo. Me siento tan avergonzado que mis orejas queman y no sé dónde esconder mi cara.

¿Por qué cuando más rápido quieres que pasen las cosas más estúpido de vuelves?

Rápidamente me pongo de pie y cuando termino con el botón y el ziper de mis jeans, busco debajo de la cama mis zapatos. Con movimientos torpes ato mis agujetas y cuando están listas miro hacia él, de nuevo.

—¿Terminaste...? —el tono de su voz es bajo, pero no sé si me da más miedo eso, a que me grite como siempre.

Asiento lentamente con la cabeza y miro a sus profundos ojos. No sé desde qué momento comenzó a hacer frío aquí, tanto, que mis huesos duelen. Mis piernas tiritan sin que pueda controlarlas, pero no es por el frío, es por el miedo que invade mi corazón y porque sé lo que me espera.

—Ahora, ¿me vas a explicar lo que estaba pasando aquí, Sebastián?

Mis ojos pasan de los de mi padre a los de Sebastián, o Sebas, como le digo yo. Su cara está pálida, ha perdido el color y no lo culpo, papá es alguien quien puede hacer que pase eso en cuestión de segundos, y, apuesto que mi rostro debe lucir igual.

Sebas me mira y abre la boca para decir algo pero la cierra inmediatamente y después la abre de nuevo. Está semi desnudo, solo ha alcanzado a ponerse sus calzones rojos.

—Yo..., ehmm.., Orly..., y yo... —tartamudea.

Un segundo después de eso escucho el sonido del puño de papá estamparse contra la mejilla derecha de Sebas,  obligándolo a caer al suelo.

Su rostro mira de nuevo al de papá esperando que siga golpeándolo, pero no es así. Y papá lo mira esperando que llore, pero no lo hará, Sebas es muy fuerte como para romperse ahora.
La mano izquierda de papá se vuelve a levantar en el aire, pero se detiene.

¡Carajo, no!

—¡Eres una maldita rata enferma! ¡¿cómo puedes hacerle esto a mi hijo?! ¡es apenas un niño! —se lleva la mano a la frente y la otra mantiene el puño presionado, tan fuerte que sus nudillos se volvieron blancos—.¡TIENE TRECE AÑOS, POR DIOS! —grita tan fuerte que mis parpados se apretan y mi corazón late deseperado, como si quiera salir huyendo de aquí.

Sebastián no dice nada, mira hacia el suelo con la mano aún apoyada sobre su mejilla herida. Al no obtener respuesta las botas puntiagudas avanzan hasta donde está Sebas tirado y comienzan a clavarse en repetidas ocasiones en su estómago y costillas. Sebas no para de gritar y trata de cubrise,  pero es vano. Suena como si estuviera golpeando un costal de papas.

—Me vas a decir o tendré que sacarte la verdad a golpes, así me toque matarte —lo amenaza.

—¡Basta! Pare..., por favor. Se lo suplico —grita Sebas.

El dolor que se expresa en su cara cada vez que la bota choca con su piel desnuda, es indescriptible. Tengo que hacer algo... Pero, ¿qué?

OrlandoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora