Capítulo 8: Baño de sangre

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«Corre, estúpida. ¡Más rápido! ¿Quieres que te maten? Venga, ya casi estás...»

Sin aliento y con el corazón latiéndome en la garganta, cierro fuertemente los dedos en torno al suave metal plateado, y me resisto a soltarlo a pesar de estar sobrecalentdo por el sol. Agarro también el carcaj, me lo cuelgo al hombro izquierdo y me alejo unos diez metros de la Cornucopia: sólo entonces me permito mirar alrededor.

No he sido tan rápida como esperaba: los profesionales llevan allí un rato revisando las armas con tranquilidad, y casi la mitad de los tributos se han largado sin coger nada, «¿Demasiado cobardes, o tan listos como para esperar a que se vayan los demás?». No hay ni rastro de Sam (buena señal), ni de Alice. Sin embargo, sí veo a Michael, que se apresura a agarrar un par de lanzas, y a Caleb, que está concentrado llenando el interior de su chaqueta de cuchillos.

Tan concentrado que no ve cómo Ahyton Flickerman se acerca sigilosamente por detrás, hacha en mano.

No tengo que pararme a pensar.

Cargo una flecha en el arco y apunto directamente a la cabeza del chico. Sólo cuando suelto la cuerda, acierto en su sien y Ahyton se desploma en la fresca hierba, me doy cuenta de lo que acabo de hacer.

He matado a una persona.

Mi primer asesinato, y ha sido el hijo del presentador más querido de Panem.

«¿Qué más dará de quién sea hijo? Es una persona como cualquier otra; además, tú misma odias que te recuerden que eres la nieta de Snow» me regaño.

Pero ahora no es momento para arrepentirse, porque todos los tributos que están en la Cornucopia, incluidos Caleb y los profesionales, se han vuelto atónitos hacia mí, la autora de la primera muerte en la Arena. Echo un rápido vistazo hacia donde apunta el cuerno (entre dos grandes montañas) y empiezo a correr, a pesar de no haber recuperado del todo la respiración.

Oigo un zumbido a mi espalda, así que me tiro hacia la izquierda en el acto. Apenas vislumbro la brillante hoja del cuchillo que Veruca debe de haberme lanzado, antes de incorporarme y reaundar la carrera.

Un ruido de desgarre y un grito agudo hacen que me vuelva un instante: Caleb acaba de lanzar un cuchillo a la pantorrilla de la muchacha y corre hacia mí como el viento que levanta un huracán. El corte no la matará, pero ha servido para que Nitya y Tiberius se distraigan.

Miro al frente y sigo corriendo, no sin que antes el chico de pelo verde limón aparezca a mi derecha y me aseste una puñalada en el costado.

El dolor es inmediato y cegador: durante unos segundos lo veo todo borroso, una mancha de colores imposible de descifrar. Me habría derrumbado sobre la hierba, igual que Ahyton, si Caleb no me hubiese agarrado el brazo izquierdo y tirado de mí hasta desaparecer entre los árboles.

Entre quejidos y grandes punzadas de agudo dolor, caminamos unos cinco minutos hasta que encontramos un hueco escondido entre algunos arbustos: me tumbo con los ojos cerrados y la respiración agitada por el esfuerzo.

—Iré a buscar a Sam —susurra Caleb—, ella encontrará alguna planta que pueda curarte.

—No —respondo inmediatamente—. No podemos traerla aquí, estamos demasiado cerca del baño de sangre. Déjame... —intento respirar hondo, pero me abruma el dolor—déjame descansar un poco. Después nos pondremos en marcha —termino al fin entre jadeos, y abro los ojos para ver su reacción.

Él vacila, pero acaba asintiendo.

—Hablando de sangre—dice—. Deberíamos poner algo ahí—afirma, mirando la tierra a mi derecha.

Capitol is not my homeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora