Capítulo II

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—O'Dowd, ¿ya se te ha olvidado lo que te dije esta mañana? Pones demasiada nata y topping y no se puede cerrar bien la tapa. ¿Tan difícil es de entender? Adelante, no me importa perder mi tiempo explicándote las cosas cien veces...

Siempre era un placer escuchar la amable voz del encargado, que, por enésima vez, acudía a revolotear como un buitre para poder echarle en cara cada pequeño fallo que cometiera; aunque fuera imaginario.

Nathan no se engañaba, el tío no lo tragaba. Lo habían contratado porque a la gerente le había caído en gracia y sus compañeros se desvivían por darle coba a la mandamás, pero estaba claro que él lo había aceptado a regañadientes. Quizá le habían aguado sus planes de darle el puesto a otro. Fuera como fuese, allí estaba, aguantando un trabajo tedioso, un uniforme estúpido y un jefe insoportable, todo por el salario mínimo. Y lo peor era que no podía renunciar; no tenía formación y no conseguiría algo mejor, al menos por el momento. Necesitaba la pasta para contribuir a los gastos del apartamento y no abusar de la hospitalidad de O'Halloran más de lo debido.

—Mira, me agota verte desperdiciar la crema. Vete al almacén y ocúpate de las cajas, que ya te sustituirá Patricia. Muévete.

Esa era otra de sus particularidades: llamaba a todo el mundo por su nombre menos a él, para quien reservaba el dudoso honor de usar el apellido. Al almacén, ¿eh? A lo mejor ese imbécil se pensaba que le importaba mucho quitarse de en medio, para acarrear cajas o para lo que fuera. Además, siempre había más oportunidades de fugarse a la entrada trasera y fumarse un cigarrillo a hurtadillas.

Mientras reponía las estanterías con los envases de café, una cara familiar se asomó al interior de la claustrofóbica habitación y tomó nota del único ocupante que se encontraba en ella. Al cabo de un rato, Nathan oyó un par de voces en la distancia.

—¿Qué hace Nathaniel en el almacén? ¿No te dije que lo quería ver atendiendo al público en todo momento?

—Lo siento, Marion. Había que colocar unas cajas en los estantes altos y a Patricia le resulta difícil llegar.

—Podrías haber mandado a otro.

—Mi política es que todos los empleados se involucren por igual en las tareas, contribuye a crear un buen ambiente de trabajo.

—Y a mí me importa poco tu política. Si vuelvo a pillarlo dentro, tú y yo tendremos una charla más seria. Sácalo de ahí.

—Eh... Enseguida, Marion.

Nathan torció el rostro en una mueca cínica. Visita de la gerente al local y amigable conversación con su estimado encargado; o mucho se equivocaba, o aquello le iba a costar una bronca más tarde. Además, seguro que esa mujer lo asaltaría y le dedicaría un par de sonrisas tontas, igual que siempre. Dios... Cómo odiaba aquel empleo.

Por lo pronto, el que lo abordó fue su nada satisfecho superior, quien le dijo, de muy malos modos:

—O'Dowd, termina eso rápido y vuelve fuera, no tenemos todo el día.

Si no fuera porque yo estoy peor que tú, te diría que te jodieran, cabrón, pensó el joven, arrastrándose hasta la barra.

Y a todo aquello había que sumar, entre otras cosas, las llamaditas que el moreno de los ojos azules y la lengua larga le había estado haciendo. Lo había grabado como contacto en la memoria y las había ignorado sistemáticamente, excepto una que lo había tomado por sorpresa al proceder de un número desconocido. El muy hijo de la grandísima no captaba las indirectas, no... Aunque, por lo menos, le había ahorrado el fastidio de presentarse en el portal de su edificio; de hecho, hacía tres días que no daba señales de vida. A lo mejor se habían cansado de acosarlo, él y su lengua kilométrica, lo cual era una buena noticia. Claro que... Era mejor no pensar en esa parte en concreto de su anatomía, pues lo aguijoneaba un picotazo de nostalgia que no estaba dispuesto a admitir ante sí mismo.

La otra versión del TríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora