Capítulo IV

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Pese al absorbente problema que presidía sus pensamientos —problemas, más bien: dos, y ambos con un llamativo par de ojos azules— Nathan procuró ocupar la mente en algo mucho más productivo. Aprendió mucho de su primer trabajo profesional delante de las cámaras, tanto a nivel técnico como humano. Era su primera toma de contacto seria con el mundo al que había deseado dedicarse desde que era un crío y, en cierto sentido, la experiencia entre bastidores le impactó con mucha más dureza que una serie de golpes concatenados en el dojang.

Las jornadas de trabajo eran largas y agotadoras, y todo estaba programado al minuto para ajustarse al presupuesto. Los ensayos de las coreografías de lucha, que tomaban más tiempo que el rodaje en sí, se le hicieron especialmente tediosos; su rival en el gimnasio y por el afecto de la chica de la historia, un tipo moreno que lo sobrepasaba en varios kilos y que tenía una sonrisa la mar de empalagosa, no paraba de hacer sugerencias y de agotar la paciencia del entrenador, y Nathan sospechó que las horas que empleaba con el taekwondo no superaban, en absoluto, a las que se pasaba haciendo posturitas delante del espejo. Para colmo, se empeñaba en mostrarse amigable y en que tomaran unas cervezas a la salida. Compañía no deseada; una de las cosas que más lo sacaban de quicio.

Sí que hizo buenas migas con Mena, la cantante, una joven menuda y dulce de larga cabellera negra, que se transformaba en una fiera con una guitarra en la mano. Cuando la productora los vio juntos, los estudió desde varios ángulos y decidió que Nathan funcionaría mejor como pareja de su estrella que el chico de la sonrisa meliflua, porque poseía mucha presencia. Las escenas del irlandés aumentaron. El conflicto se presentó cuando el coprotagonista lo acusó de que le había robado el papel, empleando argucias que implicaban prácticas sexuales de naturaleza más o menos aberrante. Nathan se alegró de que ya hubieran completado el rodaje en el gimnasio. No dudaba que aquel tipo le habría largado alguna que otra patada intencionada a la cara.

Aprendió una valiosa lección: los mundos del cine y la televisión no iban a brindarle grandes oportunidades para hacer amigos. Más le valdría acostumbrarse.

A raíz del incidente, también comenzó a experimentar cierta inquietud por otro pequeño detalle. Una noche después del rodaje, mientras cruzaba el pasillo intercambiando frases amables con su pareja en la ficción, se dieron de bruces con una cara conocida que doblaba la esquina. Kei.

—¡Si es el señor Blackwood! —exclamó la chica, alzándose de puntillas para besar al recién llegado en la mejilla—. No esperaba encontrarte aquí. ¿Vienes a ver a Margaret? Creo que ha salido corriendo, su sobrina acaba de tener un crío.

—Tendré que acordarme de felicitarla, entonces. ¿Qué tal el vídeo?

—Cansadísimo al principio, mucho mejor ahora. Mañana le daremos carpetazo, y yo cruzo los dedos. ¡Me muero por un poco de descanso! —Un zumbido procedente de su bolso distrajo su atención. Al sacar el teléfono móvil, una sonrisa le iluminó la cara—. ¡Oh! Detesto marcharme así, pero es mi chico. Nathan, ¡hasta mañana! Kei, ya te pillaré en el estudio.

—Claro que sí.

—Genial. ¡Buenas noches!

Tras verla desaparecer pasillo abajo, parloteando por los codos, los dos jóvenes se miraron.

Los nervios hincaron la dentadura en el estómago del irlandés. No había contactado con ninguno de los dos desde su última derrota y, aunque le había sorprendido que lo dejaran tranquilo, agradecía la calma que le estaba permitiendo concentrarse en el trabajo. Claro que ya solo le quedaba un día. Un día, y tendría que saldar sus deudas.

—¿Cómo va todo, Nathan? —Kei sonrió—. Intuyo que bien. Mena está satisfecha.

—Supongo que sí. La cosa se ha prolongado algo más porque la productora me dio escenas extras. ¿Tenéis idea de por qué?

La otra versión del TríoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora