Capítulo 1

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Escuchaba cada sonido a mi alrededor y por más que lo intentaba me era imposible abrir los ojos. Sentí frío, y como si alguien hubiese sabido de antemano mis intenciones, cubrió mi cuerpo con una manta caliente.

—No abras los ojos, si lo haces morirás de dolor —susurró una voz distorsionada, un olor fétido inundó mis fosas nasales provocándome náuseas y una punta con cierto filo recorrió mi rostro. Un temor espantoso me embargó, al saber que si me atacaba no podía defenderme de manera alguna.

No supe cuánto tiempo transcurrió desde que escuché la horrible voz, lo único que sabía con certeza era que no estaba en mi casa, que debía reaccionar. Pero mi cuerpo no respondía a mis órdenes y eso me aterrorizó. Recordé a Samantha, mi hija y todo se revolucionó en mi cabeza. Quise gritar, llorar, salir de allí, ir por ella, pero no podía. Era como un peso enorme que impedía mis movimientos. Lágrimas de impotencia salían de mis ojos cerrados sin poder, ni querer contenerlas.

Después de un rato, escuché voces sin entender lo que decían. Me forcé a abrir los ojos y al lograrlo, conseguí enfocar una imagen frente a mí; una mujer estaba demasiado cerca de mi rostro. Salté de la impresión al notar que la cuenca de uno de sus ojos estaba desprovista de su globo ocular. Ella tenía el cabello desordenado y una bata verde desgastada por el tiempo, casi decolorada por completo.

—No despiertes, no despiertes o se la llevará. No abras los ojos o la pequeña el día no verá más —canturreó la anciana uniendo sus manos como una súplica y viendo temerosa a su alrededor.

—Señora, ¿sabe dónde está mi niña? dígame por favor —La angustia entró en mí como nunca, me solté como pude de aquella frazada que aprisionaba mi cuerpo. Para mi sorpresa no estaba recostada como supuse, me encontraba sentada en un viejo sofá verde de dos plazas, en una habitación con dos camillas cubiertas a medias por unas cortinas blancas frente a mí.

—¡Chsss! —Me silenció la mujer viendo hacia la puerta abierta, dirigí mi vista al mismo lugar y el pasillo estaba oscuro completamente. —No despiertes, no despiertes o se la llevará. No despiertes o su pequeña alma, suya será... —cantó de nuevo logrando crisparme los nervios, hasta tragar saliva se me hacía tortuoso.

Logré captar un movimiento con el rabillo de mi ojo derecho y al voltear no fui capaz de reaccionar. Tras la ventana acristalada del exterior, se apoyaba un ser blanquecino horripilante, cubierto por una túnica gris hecha tiras, de cabellos oscuros largos y enmarañados, sus brazos huesudos sobresalían de la prenda y sus manos terminaban en unas uñas enormes. Sé que me vio a los ojos y por absurdo que parezca me sonrió, lo hizo de una manera que me heló la sangre, la pequeña parte que vi de su rostro estaba en estado putrefacto, desapareció segundos después en la oscuridad de la noche.

Mi instinto me impulsó a encontrar a mi pequeña hija cuanto antes y no le presté atención a la anciana que suplicaba algo a mi espalda. Corrí la primera cortina, la camilla estaba vacía con las sábanas tendidas. La lámpara de la cama continua se apagó y cuando me sujeté de la cortina para correrla me sentí dentro de una pesadilla; el mismo ser que había visto hace un instante a través del vidrio estaba sobre alguien, con el reflejo de la la lámpara del espacio anterior pude ver la terminación en garra que tenían las manos cubiertas de sangre. La mirada de satisfacción que tenía me impedía respirar, no sé de dónde saqué valor para lanzarme encima de eso, si soy la mujer más cobarde del mundo.

—¡Alice! Vamos a tu habitación, deja de merodear por las habitaciones. —La voz de un hombre al otro lado de la cortina me distrajo por un segundo y caí estrepitosamente sobre el suelo al lado de la cama, sin haber atrapado nada. No había nada, excepto el olor putrefacto que había sentido antes.

Logré ponerme de pie, apoyándome en la cama para erguirme cuando la vi. Allí estaba mi pequeña Samantha dormida, al recordar a ese espectro sobre mi pequeña, me sentí enferma. Debía protegerla, no sabía de qué exactamente, ni cómo, pero lo haría. Tenía que saber y esa anciana parecía estar al tanto de lo que necesitaba.

—Señora déjeme ayudarla —dijo un hombre al descorrer un poco la cortina y viéndome arrodillada—. ¿Se encuentra bien? —preguntó al instante, extendiendo su mano para que me apoyara en ella para levantarme y luego me observó de arriba abajo. Era un hombre maduro, vestido de médico. Veía con curiosidad la cama en la que hace unos instantes estaba apoyada.

Asentí ante su pregunta y agradecí el gesto. Busqué a la anciana Alice, la vi con las manos juntas y rezando en silencio, su cuerpo temblaba sin control. Me disponía a acercarme cuando el agarre del médico me detuvo y negó con la cabeza evitando mi avance.

—No se acerque señora, Alice puede llegar a ponerse violenta de vez en cuando.

—Pero necesito preguntarle algo, Doctor...—Me fijé en su gafete— Torres ¿usted tiene a mi hija como paciente? ¿Podría decirme cómo se encuentra? —La mirada apenada que me brindó, logró desconcertarme.

—Lo siento, acabo de entrar a este turno. Permita que me informe sobre su caso y podré responder sus preguntas como corresponde.

Su respuesta, lejos de dejarme tranquila generaba más dudas en mí. Su voz denotaba inseguridad y demasiado tacto para mi gusto. ¿Sería posible de que mi pequeña tuviese un problema más grave? Pero se veía tan tranquila, allí dormida. Mis pensamientos se vieron interrumpidos ante el gesto que hizo el medico frente a mi rostro captando mi atención.

—Señora Rivera, de hecho he venido a verla a usted. ¿Cómo se siente?

No sabía a qué se refería, estaba en un hospital y no sabía el motivo. ¿Cómo debería sentirme? ¿Indignada por el mal servicio? En todo este espacio de tiempo ni una sola enfermera había venido a revisar a mi hija. ¿Verme a mí? ¿Por qué? No había razón, yo me sentía bien.

Me guió hasta la cama y me pidió que me sentara. Me realizó una revisión y prometió regresar, luego se fue con Alice que seguía rezando sin parar.

En un descuido del médico la anciana se zafó de su agarre y se acercó a mí susurrando: —Si Minerva despierta en noche de octubre, deberás entonar, una dulce nana para que no vuelva más.

El Doctor Torres volvió por ella, la anciana le sonrió y fue a su encuentro para salir de la habitación un momento después.

«¿Minerva? ¿Se referirá a ese espantoso ser?» me dije más confundida que antes. Esperé a que el médico regresara pero decidí hacerlo junto a mi nena. Descorrí la cortina y seguía allí, por fortuna sin inmutarse por todo el alboroto anterior, seguramente estaba sedada.

La abracé y cavilé en el consejo de la anciana, no perdía nada con intentarlo. Recordé que cuando mi hija nació, nunca le canté una nana; hacía pucheros al entonar las primeras notas y luego lloraba con una emoción que me partía el corazón. Reflexioné en la ironía de aquello mientras pensaba en una que supiera completa, hacía tanto que no intentaba cantar nada de eso.

Llegó a mi mente una que mi abuela nos cantaba y cuando me disponía a hacerlo, la puerta se abrió, una enfermera entró con una pequeña bandeja entre sus manos. La colocó en la mesa junto a la otra cama y giraba el rostro como buscando algo, al percatarse de mi presencia tras ella, se sobresaltó e intentó sonreír fracasando totalmente. En su rostro se dibujó una mueca que me incomodó.

—Debe tomarse este medicamento, el Doctor Torres volverá dentro de una hora —dijo mostrándome unas píldoras en un pequeño recipiente.

—¿Me hará dormir con eso? —Ante su negativa y al notar la dulzura de su mirada me aventuré a hacerle más preguntas: —¿Sabe lo que nos pasó a mi hija y a mí?

Almas InocentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora