Capítulo 4

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Llego a mi calle cinco minutos antes de lo que acostumbro según mi reloj, que es el único adorno que la Abnegación me permite, y sólo porque es práctico. Tiene una banda de color gris y una cara de vidrio. Si lo inclino de forma correcta, casi puedo ver mi reflejo en mi mano.

Las casas de mi calle son todas del mismo tamaño y forma. Están hechas de cemento gris, con pocas ventanas, económicas, con bordes rectangulares. Los jardines son de pasto de cuaresma y los buzones son de metal apagado. Para algunos, la vista podría ser triste, pero para mí la simplicidad es reconfortante.

La razón de la sencillez no es por desprecio a la singularidad, como las otras Facciones que a veces interpretan eso. Todo ―nuestras casas, nuestras ropas, nuestros peinados― se plantean para que nos ayuden a olvidarnos de nosotros mismos y para protegernos de la vanidad, la codicia y la envidia, que son justamente las formas del egoísmo. Si tenemos poco y queremos poco, todos somos iguales y no le tenemos envidia a nadie.

Yo trato de que me guste esto.

Me siento en el porche delantero y espero a que llegue Caleb. Esto no toma mucho tiempo. Después de un minuto veo a una forma vestida de gris caminando por la calle. Escucho risas. En la escuela tratamos de no llamar demasiado la atención sobre nosotros mismos, pero una vez que estás en casa, los juegos y las bromas inician. Mi tendencia natural hacia el sarcasmo todavía no es apreciada. El sarcasmo siempre es a expensas de alguien. Tal vez sea mejor que la Abnegación quiera que yo la suprima. Tal vez no tenga que dejar a mi familia. Tal vez si lucho por hacer bien el trabajo de Abnegación, mi acto se convertirá en realidad.

―¡Beatrice! ―dice Caleb―. ¿Qué pasó? ¿Te encuentras bien?

―Estoy bien. ―Él está con Susan y su hermano Robert, y Susan me está dando una mirada extraña, como si fuera una persona diferente a la que ella conocía esta mañana. Me encojo de hombros―. Cuando la prueba terminó, me enfermé. Debe haber sido por el líquido que nos dieron. Me siento mejor ahora, sin embargo.

Trato de sonreír convincentemente. Me parecen haber persuadido a Susan y Robert, que ya no parecen preocupados por mi estabilidad mental, pero Caleb me entorna los ojos, como lo hace cuando alguien sospecha de duplicidad.

―¿Han tomado el autobús hoy día? ―pregunto. No me importa cómo Susan y Robert llegaron de la escuela, pero tengo que cambiar de tema.

―Nuestro padre tuvo que trabajar hasta tarde ―dice Susan―, y nos dijo que tenemos pasar algún tiempo pensando antes de la ceremonia de mañana.

Mi corazón late con fuerza ante la mención de la ceremonia.

―Estás invitada a venir después, si lo deseas ―dice Caleb cortésmente.

―Gracias. ―Susan le sonríe a Caleb. Robert levanta una ceja hacia mí. Él y yo hemos estado intercambiando miradas durante el año pasado, cuando Susan y Caleb coqueteaban de la forma tentativa sólo conocida por la Abnegación.

Los ojos de Caleb siguen el camino de Susan, tengo que agarrar su brazo para sacarlo de su aturdimiento. Lo llevaría a la casa y cerraría la puerta detrás de nosotros.

Se vuelve hacia mí. Con sus cejas oscuras y rectas reuniéndose para que una arruga aparezca entre ellas. Cuando frunce el ceño, se parece más a mi madre que a mi padre. En un instante lo veo viviendo el mismo tipo de vida que mi padre: permanecer en la Abnegación, aprendiendo un oficio, casándose con Susan, y teniendo una familia. Será maravilloso.

Yo no puedo verme.

―¿Vas a decirme la verdad? ―pregunta en voz baja.

―La verdad es que... ―le digo―, se supone que no tengo que hablar de ello. Y no se supone que tú no tienes que preguntarlo.

DivergenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora