Parte sin título 4

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Los días grises se tornaban, nadie comprendía ni captaba lo que a este pueblo le esperaba.

Era un poco más de las once, las calles eran oscuras, estaban vacías, ni una sola alma las circulaba, excepto una bella jovencita, pobre señorita, el mal la acechaba y ella ni por enterada se daba, esta noche será la última, este será su último recorrido, sus últimos respiros, el último día de su vida, el inicio de una pesadilla.

Iba a su casa, agotada del trabajo en donde todo el día estaba, hoy salió más tarde que de costumbre, va de prisa, temerosa por lo de la niña Felipa, en su cabeza está presente el temor, pero como al parecer el asesino solo prefiere niñas, esta jovencita se consuela y se tranquiliza. Gira rápidamente por un callejón, ya casi está en casa, y suspira aliviada, pero no debió hacerlo, no estaría segura sino hasta que cruzara el umbral de su casa, pero no fue así, se topo con un hombre fornido, imponente, todo un semental, quedo helada, tanto musculo la aterraba, intentó distinguir el rostro de ese hombre pero la poca iluminación no la ayudaba, dio un paso a su izquierda para eludirlo y continuar su camino pero aquel hombre hizo lo mismo, dio un paso a la derecha y el siguió obstaculizando su paso, empezó a entrar en pánico, -disculpe- dijo un poco temerosa la jovencita,- eres preciosa- dijo aquel hombre con una voz gutural, cortante en los tímpanos, que te haría erizar, te paralizaba cada musculo, cada intención, cada pensamiento con solo hablar, eso fue lo último que la joven mujer pudo escuchar ya que aquel hombre arremetió contra ella, colocándola contra la pared, posando una de sus gigantescas manos en su boca y nariz, impidiendo gritar o tomar aire, con la otra pesada mano la abofeteo, - serás mía-, otro pesado golpe en su cabeza y quedo inconsciente.

Aquel hombre llevo el cuerpo de la joven hasta las afueras del pueblo, a una cabaña pequeña, sucia y fea, la tiró como un costal de papas, y comenzó su festín, arrancó la ropa de la joven, dejando su cuerpo desnudo, la tomó desgarrando toda su inocencia a su paso, tomo un cuchillo y paso a herir cada parte del cuerpo, fue sangriento, sin prudencia, arrancó cada parte del cuerpo que podía arrancar, echó cada parte del cuerpo de la joven en un bote, excepto el útero, esa pequeña parte del cuerpo la guardo en un frasco y la puso en una estantería, sacó el bote y lo dejo en un camino que conducía al pueblo, le hecho gasolina y lo encendió, y ahí quedaron las pruebas de aquel espantoso crimen.

En la mañana un viejo arriero encontró el bote quemado, al abrirlo se topo con el cadáver de la joven, el pueblo quedo horrorizado, aquel misterioso personaje volvía a destruir otra vida, otra familia, a un pueblo entero, el pánico entraba de nuevo a cada hogar de ese pequeño pueblo, las madres no querían dejar salir a sus hijas, los padres querían tomar medidas.

- Ninguna es como Felipa, mi Felipa era única, ninguna es tan pura, ¡NINGUNA!

Poco o nada pudieron descubrir al analizar el cuerpo de la joven Dahiana, solo que faltaba el útero, esa misma tarde fue sepultada, nadie deseaba ver a la joven, estaba destrozada, ni su madre pudo contener el horror al ver lo que le hicieron al fruto de su vientre, y lo peor de todo es que este no era el final, cosas peor azotarían a el pobre pueblo donde décadas enteras solo había reinado la paz.

Grupos de hombres buscaban a los alrededores del pueblo, no sabían que descubrirían, solo deseaban encontrar algo que ayudara a retomar la paz, pero nada, días enteros, semanas enteras, meses enteros, y no encontraban nada, ni a nadie a quien inculpar por ese par de macabros hechos.

En las noches ciertos jóvenes y adultos montaban guardia para que las mujeres se sintiesen un poco más seguras cuando retornaban a sus casas de los trabajos, por algunos meses todo fue muy tranquilo, sin novedad alguna, pero no sabían que esto solo estaba incrementando la ira y la insaciable sed de sangre del autor de tan macabros crímenes.

-¡malditos, malditos, MALDITOS! ¡COMO SE ATREVEN A IMPEDIRME VER A MI FELIPA! ¡MALDITOS! ¡LOS MATARÉ!- decía una y otra vez, inundándose cada vez más de una profunda cólera, tomo un cuchillo, y salió de su pequeña choza.

Christopher estaba de guardia en la intercepción que daba al pueblo, sería una tranquila noche al parecer, nada indicaba que algo malo ocurriría; vio pasar a la última mujer y dio su tarea por terminada, eran alrededor de las doce, así de retornaría a su casa para dormir plácidamente hasta la mañana.

Caminó, caminó y caminó, hasta el otro extremo del pueblo, pasó unas cuantas calles totalmente oscuras sin percatarse de quien lo asechaba, llegó hasta el jardín de su casa cuando sintió a alguien detrás suyo, al virar solo pudo ver una mano que se acercaba a su cara.

Al despertar estaba en una casucha, fea y maloliente, sus brazos estaban atados, colgado de una viga del techo, observó su alrededor y no pudo ver a nadie, no sabía quién lo había llevado a ese sitio, no sabía que le harían, sólo sabía que él ahí no moriría, que él lucharía, que en ese espantoso lugar no lo asesinarían, sus esperanzas eran casi infinitas, él juraba que saldría con vida, que a su casa volvería, no estaba más lejos de la verdad, quizá a su pueblo si volvería, pero jamás con vida.

Fue una mañana tranquila, nadie entró a la casucha donde estaba colgado el joven Christopher, él intentó zafar sus manos de sus ataduras, sin suerte alguna, gritó y gritó pidiendo ayuda, una acción tonta e insegura, empezó a ocultarse el sol, la casucha estaba quedando a oscuras, en medio de su desesperación Christopher creyó que quizá podría ser una broma por parte de sus compañeros, una broma de pueblo, hasta que vio entrar a este extraño, a este forastero, sus ojos se abrieron de par en par, el pánico salía como locura misma de todos sus poros, su muerte estaba escrita en las manos de este loco, cuando quizá patearlo él lo tomó del cuello y clavó en su abdomen un cuchillo, de esos que usan los carniceros, sus gritos fueron ahogados por la sangre que empezó a salir de su boca, sus ojos querían conocer el rostro de quien le estaba arrebatando la vida, pero no logró diferenciar nada en medio de la neblina que la pérdida de sangre le producía, pero no moriría tan solo así, el macabro perpetuador le tenía otro fin.

Corto su garganta, abrió su pecho, fracturó un par de costillas antes de que el pobre Christopher cayera inconsciente por el dolor, se regodeaba del sufrimiento ajeno, su cólera se convertía en felicidad mientras veía como el alma iba abandonando ese estúpido cuerpo, terminó su festín, desmembró el cuerpo, lo puso en un bote, lo llevó a las afueras del pueblo, le echo gasolina y le prendió fuego. Ver que no solo era con niñas y mujeres espanto más a los habitantes del pueblo, como sentirse seguros si ni los hombres podrían defender sus inseguras calles, si no podrían hacer llevaderas las oscuras y frías noches, ¿ qué harían? ¿ a quién acudirían? ¿ a quién más asesinaría?.


MacarioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora