PARTE I: LARGO INVIERNO

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Do Kyungsoo recuerda el matrimonio de sus padres con toda claridad. Son momentos nítidos, como si hubieran sucedido ayer.

Sus primeros recuerdos, aquellos cuando tenía tres años, están llenos de chocolates y caramelos, de ásperas manos tomando las suyas, unas más grandes que otras, y de sonrisas congeladas en el rostro de sus padres. Es cuando se acerca la Navidad que Kyungsoo puede oler en los pasillos de su mente los platillos calientes que preparaba su madre y sentir el frío viento golpeando su cara cuando su padre volvía del trabajo y él corría a recibirlo. Con la inocencia de la tierna infancia apoderándose de su resguardado corazón, a veces se engaña a sí mismo pensando que su pequeña familia de tres vivía el mejor momento de sus vidas en el invierno de 1996, pero sabe que todo aquello es un engaño producido por su propia ilusión.

Lo que más recuerda Kyungsoo de su infancia es el cansancio bajo los ojos de su madre en el segundo semestre de 1997, cuando cada won valía el esfuerzo de todo un día tras la crisis del Fondo Monetario Internacional. Recuerda sus manos temblando por las noches luego de partirse la espalda lavando ajeno, fregando pisos, preparando comida para otras personas elegantes que apenas y le daban billetes suficientes para que tomara el bus de regreso a casa. Recuerda los pulmones debilitados de su padre por su empecinamiento a fumar, su piel amarillenta y su irritación creciente, los recortes en su salario y la manera en la que se pluriempleaba en cualquier cosa, en cualquier lugar. Recuerda comer dos veces cada veinticuatro horas, tal vez una en los días malos, y quedarse en casa esperando a que alguno de sus padres regresara para dejar de estar solo. Dejar de estar rodeado de juguetes sonrientes que le asustaban durante el día. Recuerda vivir esperando algo que nunca llegó y la brecha cada vez más grande, más insalvable en su pequeña familia.

Nítidamente, Kyungsoo también puede rememorar enero de 1999. Los agujeros en sus zapatos, la mugre en sus pantalones, qué tan remendada estaba su mochila, las veces que tuvo que caminar de regreso a casa porque no le alcanzaba para pagar el autobús. Puede recordar el sabor de los fideos instantáneos que su sunbae, Junmyeon, le compraba los días en que tenían educación física o el olor de la comida de la cafetería que no se podía costear. Si presta atención puede escuchar en el presente el tintineo de las tres monedas en su pantalón para pasar el día y el rasgueo del grafito al responder sus libros de segunda mano en la primaria. No que se sintiera más desdichado que los otros por tener menos. No era el único en tal situación.

Kyungsoo se recuerda pobre y melancólico, lleno de sonrisas acartonadas, de adultos que no comprendían y el silencio abrumador de su casa, reflejado en los 100 y 90 en su boleta de calificaciones, como pidiendo auxilio a cualquiera que pasara.

"¡Auxilio! ¡Ayúdenme! ¡Estoy muy solo!", cada calificación perfecta era un sollozo que había quedado atrapado en su garganta.

Siempre pensó que los problemas en casa pasarían, que entre más calificaciones perfectas tuviera, entre más reconocimientos ganara, más pronto podría comenzar a ganar dinero y más rápido podría ayudar a sus padres a recuperar aquella comodidad de antaño, cuando cenaban juntos y sus ojos cansados y miradas lastimadas no rellenaban el recinto de la sensación de extraños reunidos alrededor de la misma mesa.

Dejó de engañarse en el umbral del 2000, cuando las peleas de sus padres le arrancaban lágrimas amargas de los ojos y no hubo más estofados calientes en Navidad ni ponche de frutas en Año Nuevo. No era el FMI, no era ser pobre, no era nada sino él. Eran sus padres. Era el castillo de arena que se derrumbaba con el golpear de las olas de agua salada.

El primer verano del nuevo siglo Kyungsoo lo vivió como en una nube, con los pies fuera de la tierra y los oídos tapados. Ido, perdido, aturdido a tal punto de que se olvidó de sí mismo; lo pasó alrededor de olor a biblioteca y columpios oxidados. Entre novelas fantásticas y poemas melancólicos. Los gritos de sus padres y el tintineo de las monedas siendo contadas le dejaron tan aturdido que ya ni siquiera los escuchaba. Sólo eran un rumor perdido en el viento, el tic tac del reloj de pared. La sensación de estar en la recta final de un drama se percibía en sus pulsaciones, en la mesada olvidada, en la basura acumulada y en la barba descuidada del señor de la casa.

El Tiempo entre las EstacionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora