II

26 3 0
                                    


Contaban los ancianos que el monte Otrebil se hallaba justo en el horizonte, cosa que habría sido más que suficiente para que nosotros, en nuestro mundo, lo consideráramos inalcanzable, pues, ya sabéis que, cuanto más te acercas a éste, más se aleja de ti. No obstante, en el mundo del espejo, no se aparta de ti con cada paso que das, sino que es él quien te persigue. Por ello, Jack sólo tuvo que quedarse quieto para que lo alcanzara el monte. Lo escaló sin mucha dificultad, aunque el calor que le provocaba el viento le molestaba un poco. Conforme iba subiendo, aumentaba la temperatura. No obstante, quien tiene un corazón valiente, nunca teme arder, pues su espíritu no necesita purificarse.

Para sorpresa de Jack, la cima era una especie de llanura amplísima, en la que decenas de animales correteaban de un lado a otro jugando. Le recordó al prado que había delante del castillo. ¿Era el cansancio por el viaje o estaba viendo a varios ciervos bailando con leones? No, no era su imaginación. Pudo ver a un perro llevar a un conejo en su lomo mientras saltaba de árbol en árbol, un pato enseñando a nadar a un zorro, un lobo contándole un cuento a una comadreja... Aquel lugar era de locos, incluso para el mundo del espejo.

De repente, miró al fondo del valle, y atisbó en lo alto de un acantilado una especie de figura cuya sombra parecía brillar ante los rayos del Sol. Jack se abrió paso entre los animales, tratando de no ser visto; sin embargo, de repente, aquella silueta se arrojó desde su altar y se lanzó sobre el muchacho, haciendo que éste diera varias volteretas por el suelo con ella encima.

Una vez dejaron de moverse, el joven se encontró con las tinieblas más absolutas. Se removió todo lo que pudo, y notó cómo varios retazos de la piel de aquel ser, ligeros como el aire, le caían sobre el pecho. Finalmente, su atacante se apartó y pudo ver que se trataba del águila, y que lo que había caído sobre él eran sus plumas.

─¡Usted!─gritó el chico─. ¡Es el águila malvada!

─¡¿Malvada?! ¡Tú eres el que se ha colado en nuestro refugio sin permiso!─replicó ella.

Jack sacó la espada que le había dado la reina, y se abalanzó sobre el animal, pero, al hincarla en sus alas, el arma se hizo añicos al instante, ante los ojos asombrados del chico. El ave suspiró y agarró de la espalda al joven con su garra izquierda, mientras que con la derecha recogía la empuñadura, que quedó intacta.

Lo alzó y le pidió que se calmara. No obstante, Jack no cejaba en intentar zafarse del agarre.

─Estos humanos... Nunca escuchan, sólo quieren imponer su opinión─se quejó el águila─. Se creen que lo saben todo, y no les interesa conocer lo que opinan los demás. Es por eso que, bajo una sensación de falsa sabiduría, las reinas Cucaracha y Mosca os tienen dominados. Y mira que intenté avisaros...

─Espera, ¿usted quería ayudar a los humanos?

─Claro. Esto es un refugio para todos aquéllos que deseen huir de las cadenas de esas malvadas reinas y anhelen abrazar la libertad. Bueno, más bien, eso era lo que yo pretendía─dijo el águila dejándolo en el suelo.

Al posar a Jack en tierra, se quedó mirándole unos instantes aún en guardia, porque, aun habiéndose calmado, podía ser peligroso. Él, por su parte, se sacudió algo la ropa y continuó con su interrogatorio:

─¿Qué ha pasado?

─Verás, ya apenas nos queda comida. Solemos repartirla a partes iguales, ya que es lo más justo; pero el león, que es tan glotón, acaba por comer siempre muchísimo más que los demás─relató el águila.

─Ah, pues si no cumple las reglas, debería ir a la cárcel─señaló Jack.

─Si creo una cárcel y lo encierro, ya no será libre, y este paraíso, basado en la libre voluntad, se convertirá en mentira.

─Vaya problema... Pues conseguid más comida, señor águila.

─Eso intentamos entre todos, pero no es tan fácil como parece. La avaricia de la reina Mosca aumenta más y más, y cada vez queda menos alimento en el campo para nosotros. No puedo pedirles a los míos que se maten a trabajar para nada. Y no hace falta que me hables de usted ni me llames señor. No soy más que tú.

Al chiquillo le daba pena la pobre águila. Sus intenciones eran buenas; sin embargo, era muy difícil mantener a tanta gente y hacer cumplir la ley cuando no puedes castigar a los demás. Seguramente acabaría sucumbiendo, como todos, y terminaría creando una cárcel para el león. No, definitivamente no debía matarlo. Y tampoco podía hacerlo. Aun pudiendo salvar a sus camaradas por su muerte, no se debe hacer daño a un inocente en ninguna circunstancia, o al menos así pensaba Jack.

Dio las gracias al águila y dijo que iría a Moscópolis a ver si podía hacer un trato con la reina Mosca para que liberara a los suyos, y, aunque el regio animal no estuvo de acuerdo en que viera a esa malvada regente, no quiso detenerle, pues era su elección.

Sencillamente se despidió batiendo sus alas para ir en busca de comida. Alzado en el aire, de ellas comenzó a brotar una especie de humo negro. Alarmado, Jack preguntó al león el porqué de aquello, y éste le respondió que volar tan cerca del Sol le desgastaba: penetraba en su piel ensombreciendo su corazón y haciendo que exhalara por cada poro de su cuerpo ese calor maligno. Lo peor era que dicho gas llegaba al monte y generaba la tos entre los habitantes del mismo. Sufrían tanto como él. Según dijo el pato, aquella extraña presencia volaba lejos, muy lejos, más allá de la vista, en busca de agua. Se cuenta que, cuando encontraba al fin algo del líquido, se calentaba de tal manera que perdía el color azabache y se pegaba a la ventana del más allá para intentar, sin éxito, rozar a su amada, lo que hacía que ella también se calentara y se adheriera a la misma ventana. Qué triste, ambos se buscaban entre sí, pero jamás llegarían a sentirse el uno al otro.

Al otro lado del espejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora