Capítulo 2

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Era deporte de todos los días para D'eng Bug el correr de cuanto soldado se le pusiera en frente, y no era tan difícil tomando en cuenta todo lo bien que se llevaba con sus habilidades motoras y la ligereza de sus ropajes poco convencionales para una "dama" de la época.

Justo esta escena se reproducía en los alrededores de uno de los acantilados más cercanos a la aldea, casi el único en cien kilómetros a la redonda. Era casi inimaginables las vueltas que D'eng Bug daba por el aire o las trepadas rápidas y fugaces en cuanto se lanzaba a los árboles. La adrenalina del momento no la dejaba pensar correctamente y más de una vez se hizo jirones en la tela de su blusa abotonada y rasguñó su pálida piel que contrastaba perfectamente con el rojo vivo de la sangre que se secaba sobre sus ropajes de forma gangosa. El cansancio era su enemigo en aquel momento, y no dudó en ir cargando su ballesta con una flecha mientras corría.

El golpeteo de los cascos de los caballos contra las piedras se escuchaba lejano, pero ella sabía que la confianza no era buena, en especial en aquellos momentos tan críticos. Tomó rumbo al acantilado, saltando matorrales y esquivando troncos caídos. El viento comenzó a soplar con fuerza en la dirección contraria a su carrera, distrayendo un poco su rapidez, aunque retomarla no fue demasiado difícil. Ya en los bordes del cañón lo primero que hizo fue buscar algún árbol con un tronco grueso y resistente, pero la zona se veía bastante desierta como para poder lograr su cometido. Sus sentidos se alertaron en cuanto escuchaba el galopar de los caballos y el jadeo profundo de estos cada ves más cerca, atinando a correr a lo largo del acantilado buscando algo que la ayudara en su escapatoria.

— ¡Allí está! ¡Atrapadla! — Rugió una voz detrás de ella y una flecha pasó casi volándole una oreja, la que fue cubierta de inmediato por un dolor considerable y agudo. D'eng Bug se cubrió la oreja como un instinto, aferrando su ballesta a su pecho mientras corría, luego estirando los brazos y esta misma para apuntar al otro lado del cañón. El sudor molestaba su frente y las piernas empezaban a cansársele.

En cuanto un tronco sin ramas y de un grosor considerable, enterrado en el suelo, se hizo divisar a la vista de la azul azabache, ella dio un certero disparo con la ballesta, no sin antes atar una de sus sogas a la cola de la flecha. El hueso de la punta se clavó en la corteza raída y vieja del tronco. D'eng Bug zigzagueó para introducirse en el bosque y hacerle perder la pista a los soldados. Flechas seguían volando detrás de ella hasta que los tantos árboles y matorrales espinosos le funcionaron como escudo a sus espaldas. El extremo que tenía ella de la soga lo ató dándole vueltas a uno de los árboles, luego aferrándose al arco de la ballesta volvió a zigzaguear, volviendo a perder a los soldados. Sus extremidades desfallecían, se sentía completamente exhausta, pero su vocecilla traducida a consciencia no dejaba que cayera vencida. Al alcanzar nuevamente el cañón enganchó el arco de la ballesta a la cuerda que se encontraba próxima. Un nuevo grito de rabia detrás de ella fue el impulso que necesitó para empujar su cuerpo con sus pies y salir disparada hacia el otro lado, deslizándose con rapidez por la cuerda. Varias flechas volaban en su dirección y algunas llegaban a rozar su cuerpo. El alboroto se calmó en cuanto llegó al otro lado y se escondió al interior del tronco que sujetaba la flecha al segundo de notar que era hueco.

Se aseguró que nadie la alcanzara dándole un golpe seco a la punta de la flecha para que se desaferrara de la corteza y cayera al vacío. Pudo haber jurado que un alarido de angustia se escuchó fuera del tronco y un golpe acabó con el grito.

Alrededor de una hora más tarde el sol se empezaba a esconder y la luz que iluminaba el interior del refugio de la azabache, quien se encargó durante todo ese rato de afilar sus flechas con una piedra que encontró. Miró indecisa sobre si salir o no hacia afuera, girando su cabeza para corroborar que estaba absolutamente sola. Un hedor a muerto le inundó las fosas nasales y tuvo que cubrir su boca y nariz para no sentir el fétido olor. Tras colgarse el carcaj con sus flechas en la espalda y sujetó con ambas manos el peso de la ballesta para luego salir y contemplar con una mano sobre sus ojos a modo de visera el cañón. Maldijo por lo bajo su estupidez de echar abajo la flecha con la soga, trayéndole consecuencias el no poder volver a cruzar y encima, al mirar hacia abajo, podía notar el cuerpo echado y sangriento de uno de los soldados, brillándole el rojo carmín sobre su armadura de hierro con la luz del sol, fuente de la hediondez que sentía, ahora con mayor intensidad.

Ladrona Y Heroína: Ancestros del Secretismo (EDITANDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora