PARTE 2

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En el suelo se podía apreciar una masa negra amontonada, que se iba escurriendo de forma lenta. De esta masa se asomaba un objeto afilado que parecía ser parte de algún hueso. Se sentía un olor desagradable y horrendo alrededor. 

Verónica miraba su cadáver en esa negrura, sonreía de forma rara y se saboreaba la sangre que le quedaba en los labios. Acababa de consumir un poco de esa sustancia. Se limpiaba la cara con ambas manos tratando de quitar toda suciedad que le quedaba. Sus ojos eran negros nítidos y brillosos como cristales. 

Ahora podía ver mejor en ese mundo, gracias a que había hecho las cosas de manera correcta, ahora sí que podía ver bien. Agradecía ya no cargar las cuencas vacías y profundas de antes, esas que le molestaban tanto física y estéticamente.

«Todo ha salido bien, ¿no?» Reía para sí misma.

La antigua Verónica —la original— iba desapareciendo. Cada vez se reducía más esa masa negra. Se evaporaba, se encogía, se extinguía. En cambio la nueva Verónica se regocijaba cada vez más con la situación. No podía dejar de verse las manos, las piernas, sentirse el esbelto cuerpo. Tocaba cada parte de sí para comprobar que todo estuviera en perfecto estado. 

Y así era, todo iba bien para ella. La vida resplandecía de forma injusta, su apariencia cada vez se iba volviendo más normal, más de un humano. Se pulía a ella misma, hasta el más mínimo detalle tenía que estar perfecto. Ella tenía que ser perfecta.

Una vez que todo quedó limpio y que solo el mal olor permaneció Verónica se cambió de ropa para salir de su casa. Pensó en tomar un baño pero al final decidió que no, pues sentía que acababa de nacer y quería mantener un poco más su propia esencia.

Era la misma situación de cuando un libro está nuevo y huele bien: así se sentía ella. Y no estaba del todo mal pensar eso, pues — a pesar de haberse matado a ella misma— el horrendo olor de la muerte era como una fragancia natural para ella.

Era su nacimiento y se sentía muy bien.

Mientras caminaba por la noche observó algunas personas que le acompañaban, personas de lo más normales y otras que no lo eran. Ella veía el mundo sobrepuesto. Por una parte estaba lo normal, lo que se ve todos los días: gente, animales, casas, plantas, tiendas y caminos. Y por otro lado estaba la distorsión de todo lo anterior. 

Era un filtro de color negro, rojo y de otros indistinguibles para el ser humano. Las voces que la primera Verónica escuchaba ahora se veían amplificadas, las sombras iban y venían; se escondían en rincones y sitios donde no se les podía ver con tanta facilidad.

El aire se sentía pesado. Verónica se empezaba a sentir abrumada por esa combinación de circunstancias, le causaba cierto malestar, no se estaba acostumbrando del todo a su nueva existencia.

―Disculpa señorita. ¿Se siente bien? ―le dijo un señor que iba pasando por ahí.

―¿Ah? Sí, sí, estoy bien.

―¿Segura? Parece como mareada ―insistió. Se le veía un poco nervioso.

―Completamente.

―Bien.

El señor después de comprobar que nadie lo viera la tomó del brazo con fuerza y le puso un trapo húmedo en la boca. Ella sintió un olor peculiar y cierta malicia. El señor era más alto y corpulento que ella, por lo que le fue fácil arrastrarla hacia el callejón que estaba cerca, donde otros dos hombres estaban esperando, todos armados con cuchillos y navajas. 

A ellos no se les podía distinguir bien los ojos, entre ratos parecía que no tenían y luego que solo eran muy oscuros. Se veían asquerosos, con arrugas por todos lados, cuerpos deformes, sudor sobre toda la piel y una baba negra que les escurría por la boca y los oídos. 

El nacimiento de VerónicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora