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De gansos y despedidas de solteras. Parte I

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—¿Recuérdame por qué estoy aquí?preguntó Florence, mi vecina de catorce años, mientras se dedicaba a husmear entre los preciados libros de mi biblioteca—. ¿En serio tienes la saga completa de Crónicas Vampíricas y la de Crepúsculo? ¡Guau no sabía que las chicas de tu edad leían esas novelas! —fruncí el ceño al oír eso, y le quité uno de los Diarios de Stefan de sus manos, para volverlo a colocar cuidadosamente en el estante.

—Primero, estás aquí porque ninguna de mis muchas (enfaticé esa palabra para darle credibilidad) amigas estaban disponibles este fin de semana para asesorarme respecto a mi vestuario. Y segundo, ¿cómo qué «las chicas de mi edad»?hice un gesto de comillas con mis dedos—. Para que lo sepas no te llevo tantos años de diferencia. Además, las dos estamos en etapas de transición. Tú eres una pre-adolescente y yo una joven-adulta. Y estas novelas están catalogada para ese tipo de público —Florence se encogió de hombros y se dirigió hacia el sofá donde estaban desperdigados algunos de mis vestidos, examinándolos con ojo crítico.

La fecha de la boda había llegado demasiado rápido. Sería al día siguiente. Aunque para empezar, tres semanas era muy poco tiempo para organizar una boda. Pero supongo que el tiempo no ejerce la misma presión sobre la gente adinerada que sobre los pobres. En veinte días y con cien mil dólares se logran maravillas. Y ese era el monto que había calculado —según los excéntricos lujos, que por mi rol de dama de honor tenía conocimiento— habían gastado las amantes Brigitte y Ariadne para tal evento. Su fortuna básicamente provenía de sus padres, más que de su profesión. Brigitte era diseñadora de modas y, debía reconocer a mi pesar, que sus diseños eran bastante buenos, si eras una adolescente por supuesto. En cuanto a Ariadne trabajaba en una de las muchas veterinarias que poseía su familia, mientras intentaba terminar esa carrera sin mucho éxito (llevaba años tratando de recibirse). Esa era la razón de alerta por la cual jamás había llevado a mi mascota a su veterinaria, para que ella la atendiera. Por esa razón y porque no tenía mascota.

—Vale, puedes decir lo que quieras pero estos vestidos se parecen a los que usa mi abuela —acercó uno de estos a su delgado pero curvilíneo cuerpo y lo apoyó sobre su ya marcado busto.

«¿Cómo puede estar tan bien formada a los catorce?» me pregunté. Recuerdo que era una tabla rasa a su edad. ¡Qué injusticia! Probablemente la ingesta excesiva de hormonas de alimentos transgénicos le habían otorgado su antinatural físico a esta chica.

—Pues tu abuela debe ser una mujer muy sofisticada y con gran sentido de la moda o quizá hasta tenga mi edad. ¿Cuándo te tuvo tu madre, a los trece? —le quité el vestido, ofuscada y arrepentida de haber recurrido al asesoramiento de esta adolescente odiosa. Estaba muy exasperada—. Florence me miró confusa mientras se frotaba la cascarilla en torno al pequeño arete de su nariz, un gesto común en ella —siempre estaba infectado.

—No entendí eso...—se encogió de hombros—. Como sea, no sé aún por qué buscas entre tu ropa un vestido. ¿No dijiste que eras dama de honor? La novia te provee el vestido, aunque seguramente también sería horrible, porque las novias nunca quieren verse opacadas por sus damas y por eso las visten como coloridos espantapájaros.

Debía darle el punto a esa niña en ese aspecto, porque aunque no había asistido a demasiadas bodas en mi vida, cuando concurría podía identificar fácilmente a las damas de honor porque eran las típicas mujeres festivas – en general solteronas frustradas —que revoloteaban alrededor de la novia como llamativas mariposas multicolores cargadas de glitter.

Agradecía que al menos Brigitte se había portado bien en ese sentido al permitirnos usar algo de nuestra propia predilección, siempre y cuando cumpliera con las normas de elegancia y sobriedad. Aunque había recalcado no opacarla ni a ella ni a la otra novia en nuestro intento de parecer sofisticadas.

Amor TemporalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora