Capítulo 3

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Se le perdió de vista el objetivo, y ahora pasaba a ser el blanco de alguien más. El ser que lo seguía detrás no se dejaba ver, permanecía oculto en las penumbras que profundizaban ilusoriamente los vidrios ahumados. Se sentía preso de su karma, de la reciprocidad de sus acciones, siempre tan susceptible e inoportuno su aleccionador celestial.

Dibujó rutas de fuga en su mente sobre el escenario que atravesaba, jugando con la idea de tomar la misma vía de escape que Harold: a lo lejos y hacia el filo de la lejanía que se posa sobra los campos de forma horizontal, rasgando los cielos, casi rozando los últimos rayos del sol, que se iban extinguiendo al ser succionado por esa línea acostada que se lo tragaba con recelo, para escupirlo por el otro lado.

No se atrevía a colgar el teléfono y en medio de toda la esquematización fallida de su plan inexistente, la voz del hombre no dejaba de desgarrar el sistema auditivo de Joaquín, la exasperación había llegado a su punto de ebullición y la irresponsabilidad de Joaquín no hacía más que avivar la llama de la estufa.

– ¡Detén el auto Joaquín, detén el auto! – Exclamaba a través del parlante.

– Oiga, yo le di mi palabra – Voy a cumplirle. – Respondió Joaquín sin dejar de menear las pupilas por todo su campo visual en busca de un escape o escondite que lo ayudara a zafarse del embrollo en el que se veía atrapado.

– ¡Que te detengas, carajo! – Ordenó a la vez que se adelantaba para posicionarse a su costado. –

– Necesito que me escuches – Logró pronunciar titubeando, sin encontrar todavía evasión alguna al peligro inminente que lo orbitaba como un satélite, flanqueándolo. –

Viró el volante hacia la derecha para abollarle las puertas. Joaquín reaccionó a tiempo y logró evitar la cuasi-estampida. Las ideas que le surgían en la cabeza eran completamente infructíferas, de emplearlas el único destino que le depararía sería sin duda alguna, los campos calcinados del infierno. La desesperación comenzaba a diseminarse por todas sus articulaciones, derramándosele por las espina dorsal, como un líquido espeso que se estancaba en las ranuras de las vértebras por las que se escurría, y coloreando su rastro. Su cerebro ahora sólo le brindaba imágenes de su fatalista final, no avizoraba buenas opciones, se encontraban sepultadas bajo las lápidas de angustia que se levantaron dentro de sí. Le fallaban los reflejos, en un intento por tomar el teléfono sobre sus piernas para intentar amilanarlo con su persuasión, se le cayó debajo del asiento; ahora la voz de pesadilla resonaba en altavoz por todo el carro, como si no tuviera procedencia material alguna, como si se tratara de meras voces en su cabeza que no lo tranquilizaban, a un volumen nunca antes escuchado.

Para su sorpresa, a lo lejos divisó una desviación, una bifurcación que llevaba hacia una gasolinera, cuya soledad y aislamiento se percibía a leguas de distancia. La sustancia angustiosa que discurría por el sistema parasimpático de Joaquín, se contrajo de regreso al engranarse todas las piezas de la maquinaria de su pensamiento al ponerse a funcionar, debido al incentivo que le proporcionó la providencia. Miró hacia la izquierda, donde lo acosaba su acreedor, dibujaba su apariencia desde el asiento del piloto con la ayuda de los recursos de su mente, con los efímero recuerdos que conservaba de su aspecto físico, y el timbre de su voz que no dejaba de repicar o campanear desganado. Pisó el acelerador a fondo y se enrumbó en línea recta hacia el oasis que para el desierto de su suerte suponía la estación de servicio abandonada.

El auto no había terminado de detenerse, cuando Joaquín se apeó del mismo. Intranquilo caminaba en dirección hacia el vehículo de su perseguidor a la vez que agitaba los brazos desesperadamente en señal de que se detuviera. La camioneta negra no hizo más que acelerar en línea recta, el cuerpo del peatón se sacudía sobre su propio eje y dentro del área que le brindaban sus pies, volviendo cada vez más expresivo su mensaje –que se convertía en súplica– de que disminuyera la velocidad. Su verdugo hacía caso omiso y justo cuando el calor de la ingeniería de su transporte le calentó el rostro a Joaquín, este arrojó su propia humanidad fuera del alcance y las dimensiones de la trompa de la carroza asesina. El fallo por milímetros del objetivo, alargó el destino de la camioneta pocos centímetros más adelante, rozando la carrocería del auto de Joaquín, y en lo que pareció un despliegue de destreza imitativa, un sujeto de cuero cabelludo perlado y descubierto en su mayor grado de desnudez ante la palestra pública, de robusta corporeidad recubierta por un traje color beige, saltaba del vehículo de la misma manera que lo hizo Joaquín, apuntando amenazadoramente con un arma, hallándose detrás de ella un seño meticulosamente fruncido, fijando el blanco y la trayectoria que tomarían su proyectiles.

Perseguidos. Capítulo 1.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora