Capítulo 2

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Joaquín se escondía tras la humareda que emanaba de la taza de café que se le inclinaba en los labios. Tras aquél impráctico antifaz veía entrar a Harold en el establecimiento, con un sonrisa llenándole el rostro y una carisma que sacó a relucir la simpatía sepultada de la camarera que minutos antes arrojó la taza de narcótico con unas pequeños panecillos sobre su mesa, en señal de aborrecimiento. Ella se reía, lo miraba embelesada cuando le hacía el pedido, como extasiada, contemplándolo, admirándolo. Despedía una bondad que levantaba metros de estela, esparciéndola por todo el lugar.

Se echó hacia atrás en su asiento, dejó la taza sobre la mesa y disimuló ver el menú. Con un ojo sobre los desayunos y el otro en la barra donde sentado esperaba Harold su orden, observaba silenciosamente. Este descansaba su humanidad sobre un asiento giratorio, le daba suaves movimientos hacia los lados dentro de su propio eje como si estuviera conduciendo, sin despegar las pupilas boquiabiertas devorando las imágenes que salían del televisor. La mesera iba y venía constantemente, en su andanza a recoger los pedidos siempre se las ingeniaba para hacer una breve parada de sonrisa ruborizada en el puesto de Harold, quién se la respondía con desalmada caballerosidad; la traía encantada y embobada.

De pronto una camada de chicas joviales hicieron su entrada triunfal al local, los rostros de los hombres apuntaron en dirección hacia ellas y dispararon sus miradas lujuriosas a las pantorrillas, muslos, piernas, pechos, espaldas descubiertas, posteriores, quedando ellas completamente acribilladas por la expectativa fornicadora de los comensales –justo como querían–, el blanco perforado en todos sus anillos. Una de ella se sentó junto a Harold, pareciera que planearon distribuirse entre los hombres del recinto, pues desbarataron su formación engreída para dispersarse por las mesas de los varones más apuestos. Palabras y risas se estrellaban en sus rostros mutuamente, parloteaban interesados y hasta ese momento la mesera estuvo enamorada de él, le pasó por un lado le aventó unos huevos revueltos con dos tostadas, él la miró consternado hasta que ella le dio la espalda rumbo a otra localidad del restaurant, pisando los restos de su corazón destrozado.

Harold tomó la servilleta sin detener ni aminorar su tertulia con la fémina, arrancó un porción de la misma, sacó un bolígrafo y lo dispuso a patinar sobre los espacios blancos. Se un escuchó un suave <<llámame>> y le extendió el pedazo de servilleta. Ella se levantó, con las piernas temblándole y la mirada cristalizada y se fue acompañando el taconeo de sus pisadas con una risilla.

Levantó el brazo amablemente para capturar la atención de la mesonera y le pidió la cuenta haciendo garabatos con la mano suspendida en el aire; se accionó el comando y ella juiciosamente caminó hasta la caja registradora sobre el mostrador, a pasos cortos y rápidos y con la vista fruncida. Harold terminaba de comer cuando sintió que por detrás le chica le lanzaba la libreta de la cuenta y continuaba caminando, instantáneamente la tomó por el brazo con firmeza y sutileza al mismo tiempo y empezó a modular. Ella , anteriormente encogida de hombros y aprensando las articulaciones, se relajaba paulatinamente emanando cantidades exuberantes de serotonina. Entregó el dinero, insistiéndole a la camarera a que conservara el cambio, se levantó del banco, dio media vuelta y caminó hacia la puerta de la entrada. Sin mirar a los lados, la atravesó y salió.

Joaquín le tenía la mirada fija en su sombra, lo siguió hasta que desapareció de su rango visual. Dejó unos cuantos billetes debajo de la taza de porcelana y se levantó.

Esperó a que se alejara un poco para salir del local. Empujó las dos puertas con ambas manos y en el umbral de las mismas un manotazo le fue estampado en el hombro derecho. Viró rápidamente la cabeza hacia atrás, con impulsiva violencia, dispuesta a descargarla sobre el atrevido, y se sorprendió.

– ¡Falta la propina! –¿Acaso lo atendí mal? – La camarera lo miraba desde abajo sujetándose los lados de las caderas, con consternación.

– Ahí le dejé ya. 

– No es suficiente. – Es el quince por ciento.

– Su trato no fue el más encantador que digamos. – Propina acorde a su desempeño–.

– Desconsiderado. – ¡Soy una estudiante, con esto subsisto!– Le reprochó en un tono de voz que escaló varias tonalidades de ipsofacto. – Sus compañeras postraron su atención sobre el suceso y decidieron acercarse.

– No sea tacaño. – Es una niña, vive sola. – Intervino una de las trabajadoras.

– Bah. – Puras patrañas. – Mediocridad– Me voy. – Dio media vuelta y se marchó con las maldiciones alcanzándole rasguñar los oídos, cada vez menos.

Vio a Harold enrumbado hacia la salida y apresuradamente corrió hasta su camioneta. La encendió precipitadamente y mientras ronroneaba el motor recién despertado, se amarró el cinturón.

Le siguió a distancia, sin despertar su suspicacia ni su distraído sentido de la atención, enfocado en ese momento en un buñuelo que ingería con una mano mientras la calle se hacía cada vez más estrecha hacia salida. Lo veía desde su parabrisas, justo en el centro de él, tambaleándose con el carro de un lado al otro por estar absorto en la tarea de alimentarse; <<qué peligroso>>, resonó entre las paredes del cráneo de Joaquín. Ahí se dio cuenta, una calcomanía amarillenta se desplegaba en la esquina superior del vidrio trasero, un conjunto de letras y luego números que exhibían una oferta, manifestaba Harold su disposición y voluntad para contratar.

Memorizó el número y fue a por el teléfono, lo tecleó para cerciorarse de que era el mismo que tenía guardado; comprobando que en efecto era así, el nombre completo de Harold se explayó en su pantalla, su denominación en el dispositivo le produjo el desazón de siempre, pero en aquella oportunidad decidió llamar. 

En el proceso de revisión de su celular tuvo que clavar los frenos abruptamente, a escasos centímetros de un añejo Malibú color azul celeste que lo separaba del Ford amarillo de Harold. El primer conductor de esta breve seguidilla, permanecía estático bañado por el lucero rojo del imponente semáforo. Al cambiar la expresión se reanudó el paso, él se maldijo a si mismo por imprudente e hizo lo mismo que Harold, avanzar.

Le besaba los bordes de su sombra, proyectada por una amarilla esfera luminosa que daba justo de frente, hasta dar con la carretera, una vez inmerso en el flujo sanguíneo de la misma, haciendo las veces de leucocitos, plaquetas, glóbulos rojos y demás componentes de esta vía arterial del camino, se adentró en su sombra, rompió su espacio personal y marcó su número.

¿Sí, buenas tardes? –

Perseguidos. Capítulo 1.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora