3 - ¿Tío?

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El hombre no estaba seguro de qué era más estúpido, dejar que el curso continuara o intervenir. Si los dejaba, no habría cambio y sabría lo que iba a pasar. Si intervenía, no podría saber nada. Pero ya estaba decidido: no dejaría de caminar.

—Disculpe, ¿podría decirme dónde se encuentra el señor Díaz?

—Sí, soy yo.

La mujer sonrió y extendió su mano.

—Mucho gusto, mi nombre es Sarah Burnett...

Antes de que pudiera continuar hablando, el hombre la interrumpió.

—Mucho gusto, pero debo recoger unos artefactos para continuar un trabajo.

—Oh, sí, no se preocupe.

El hombre no le tomo importancia y avanzo a paso rápido. Debía llegar al sótano antes de que...

—¿Podríamos vernos después?

La misma señora regreso a detenerlo. Una mano pesada estaba en su hombro. Ella era muy insistente.

Resistió las ganas de suspirar de forma exagerada.

—Bien —cedió de mala gana.

—El sábado en el laboratorio número trece, a las seis de la tarde.

—Con gusto. —Sonrió. Aquel gesto había sido forzado.

—Nos vemos, señor Díaz.

El hombre no respondió, solo retomó su camino a paso aún más rápido. Se fijó en su reloj, eran las cuatro de la tarde; en diez minutos cambiaría su situación actual.

Tomó el elevador y aplastó al botón «0», la planta más baja a la que se podía llegar por ese medio. Sintió el empuje causado por la máquina y un escalofrío recorrió su cuerpo. No lograba acostumbrarse a bajar, especialmente si era un espacio reducido y sofocado, en el que cualquier momento podía fallar. Extrañaba la manera en que descendía.

—Apresúrate —dijo, como si fuera a escucharlo la máquina.

Esta continuó su lento paso por los pisos.

Llegó a su destino en cuestión de minutos y salió con rapidez de aquella caja móvil.

El piso estaba desolado, a excepción de objetos como cubetas, escobas y cajas viejas.

—Buenas tardes, señor Díaz.

Más bien, hubiera querido que estuviera solo.

Un señor de aproximadamente cincuenta años llevaba puesto un traje azul marino, que lo distinguía como trabajador de limpieza.

—Buenas tardes, señor Fabián —saludó con un genuino gusto.

Ya habían pasado unos cinco minutos. Faltaba poco y Fabián se encontraba en la «escena del crimen» antes de que ocurriera. Algo que no había contemplado como un inconveniente.

Ahora eso le pasaba a Díaz por no hacer el trabajo antes de que surgieran otros inconvenientes.

—¿De casualidad no ha visto a unos muchachos por aquí? —Disimuló con éxito sus nervios.

—No, ¿qué hacen unos niños aquí? —Arqueó una ceja y observó confundido a los lados, esperando a que unos pequeños salieran detrás de las cajas—. ¿Acaso no hay un guardia que vigile la entrada al elevador? ¿Quiénes son?

—No sé por qué vinieron aquí —respondió—. A esta hora el guardia se va a almorzar.

Tenía razón. Tuvo que mover influencias solamente para que le cambiaran el horario de comer, con una buena excusa. Mencionó a los administradores que él se merecía un mejor trato, al igual que otros trabajadores como Fabián; o de lo contrario, habría un mal desempeño y además arruinaría la reputación del lugar. Tuvo que fingir ser un empresario grande que iba a denunciar a su mismo lugar de trabajo para que se aplicaran estos cambios... Fue todo un proceso... Así que debía salir perfecto su plan, sin importar nada.

—Ah, es verdad —dijo rascándose la cabeza—. Es hora de comer.

—Me encargaré de los niños —dijo Díaz de inmediato—. Esos niños son mis sobrinos.

El trabajador de la limpieza negó con la cabeza y sonrió. Desde que lo había conocido pensó que era una de las personas más interesantes por su aura misteriosa y su «gran disimulo» ante lo que haría a continuación. Por desgracia ese «disimulo» se convertía en disimulo una vez que lograba sus cometidos.

—Bien, solo no vaya a decirle a mi jefe que estuvieron aquí —dijo Fabián preocupado.

—¡No se preocupe! —dijo haciendo un gesto de negación con las manos—. De verdad, nadie sabrá. Además, fue mi culpa que se hayan venido para acá.

—Gracias —dijo Fabián.

—Tranquilo, señor Fabián, vaya a comer y me encargaré de esto.

Díaz tenía una mano sobre el hombro del trabajador, en señal de apoyo, pero uno necesario para engañarlo. Debía irse antes de que llegaran los muchachos.

—¿Y quiénes son? —dijo con curiosidad.

Quería evitar preguntas invasivas como esa. Sin embargo, cualquiera estaría curioso por saber quién burlo a los demás para llegar hasta el último piso del edificio.

—Cuando usted vaya a comer, los llevare para allá —dijo de inmediato—. Haré que se disculpen con usted... Ahora solo me falta encontrarlos.

El hombre mayor rio. No entendía a Ricardo Díaz, por qué hacía lo que hacía, ni por qué creía que era sigiloso.

—Bien, espero que lo hagan. —Sonrió—. Revisaré en las cámaras por si hicieron algún destrozo.

El corazón del sujeto se fue a los suelos por un momento, hasta que recordó que las malditas cámaras no grabarían nada.

—¡Excelente, así podré añadirles más castigos a los muchachos!

Un crujido se escuchó en la habitación. Ambos voltearon a la izquierda, parecía provenir de la lavadora antiquísima que tanto recelaban los altos cargos de la empresa.

Fabián ya podía escuchar los gritos de su jefe.

—¡¿Qué mierda...?!

—¡Salgan de ahí!

Los gritos desesperados del trabajador fueron lo suficientemente preocupantes como para que los muchachos se olvidaran de lo que ocurrió y salieran del cubo blanco.

Wendale e Isaac trataban de salir, pero los nervios provocaban que se golpearan entre sí.

Ricardo, desesperado y angustiado, sacó a uno primero, tomándolo de los hombros, y luego al otro.

—¡Puedo salir por mi cuenta! —exclamó Jones.

Antes de que pudiera continuar, le dio un leve golpe a su cabeza. Lo suficientemente débil para que no fuera considerado como malo.

—¡Abusivo! —gritó enojado Jones—. ¿¡Quién te crees!?

El niño iba a golpearlo, pero el adulto volvió a sujetarlo por los hombros. El otro chico, al notar que aquel hombre traía una bata blanca, se asustó.

Wendale jaló a Jones para que dejara en paz al sujeto.

—¡Deja a mi amigo en paz!

Ricardo lo miró extraño y soltó al muchacho. No esperaba que él reaccionara así. Se suponía que era el templado, se suponía que Miller es quien lo calmaría, por lo menos eso se imaginó.

—¿Me respondes así? ¿A tu tío?

Los adolescentes se confundieron más de lo que estaban. Primero se encuentran con una pared que hizo que desaparecieran, luego un maldito cubo que tocaron e hizo que desaparecieran... y ahora salen de ese cubo para que un científico diga que son sus sobrinos. Los científicos no tienen familia, está prohibido ante la ley.

—¡¿De qué...?!

—¡Silencio! —exclamó Fabián—. Estoy harto. Ustedes arreglan su asunto y yo voy a comer.

El señor se retiró. Su cara estaba roja del enojo, y si tuviera su boca abierta, estaría apretando los dientes.

El sonido del elevador se escuchó y subió el artefacto a otro piso. Ricardo lo observaba con detenimiento.

—Primero que nada, quiero decirles que esto es un asunto serio.

Volteó y los muchachos no estaban.

Velocidad luzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora