Líbranos del mal, líbranos de Florencia

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Capítulo 23

Llevaba varias semanas sin usar faldas (o algo que mostrara mis piernas), aproximadamente desde que dejé de trabajar en el restaurante en donde Claudio nos hacía usar ropa escotada y ceñida al cuerpo.

Me sentía ridícula esperando a Bruno en el café del hotel en donde se hospedaba. El lugar era bastante cálido y confortable; las paredes estaban empapeladas con fotos de alimentos de fina repostería y con bebidas calientes que invitaban a pedir una.

Revisé el reloj con forma de taza, ubicado en el centro del local, al menos unas diez veces. Tenía la esperanza de que en cualquier momento apareciera Bruno, el hijo del prometido de mi jefa, y así podríamos marcharnos a otro lugar.

Aquí la gente comenzaba a verme de forma extraña, como si mi pantalón estuviera prendiéndose en fuego... Bueno, no mi pantalón porque no llevaba puesto uno, más bien mi falda.

Varias veces revisé mi apariencia en cada superficie que me reflejara, pero no veía nada anormal: blusa blanca, chaleco de mezclilla, cabello suelto y peinado, falda color rosa ahumado y, a petición de Laura, zapatos altos bastante provocativos con los que me era imposible caminar sin soltar un quejido.

Cuando Shio se enteró de mi salida, pegó el grito al cielo y aplaudió así como Nicole lo hacía cuando estaba emocionada. Shio me maquilló y me dio ánimos para vivir la aventura romántica con la que cada chica siempre soñaba (palabras de ella, no mías): salir con un italiano.

Me puse nerviosa durante todo el trayecto hacia el hotel y, tal vez, el que Laura hubiera doblado la cintura de mi falda para que se viera más corta no ayudaba a que me sintiera cómoda, normal y menos nerviosa. Todo lo contrario, tenía la urgente necesidad de jalar el dobladillo hacia abajo en un inútil intento por cubrir mis piernas.

Pero no estaba teniendo éxito ya que mis muslos quedaban expuestos con mayor rapidez.

Solo esperaba que el tal italiano no se retrasara más de lo que ya estaba, llevaba media hora esperándolo.

El café que había pedido cuando entré ya estaba helado y sin su típico olor fuerte.

Para distraerme había comenzado a vaciar casi todas las bolsitas de azúcar en mi taza llena hasta la mitad; también ojeé un par de veces mi celular en busca de algún mensaje de Ignacio, pero parecía que la tierra se lo hubiera tragado. Todavía no sabía nada de él y eso me desesperaba y me desilusionaba.

Pero había prometido no volver a buscarlo y así lo haría. Era el turno de él en dar el siguiente paso... si es que quería. De solo pensar en lo que pasó el otro día, en su dormitorio, se me ponía la piel de gallina y me temblaban las rodillas. Quería más.

Suspiré en derrota y me dediqué a escuchar la canción que sonaba de fondo por todo el local, pronto me encontré moviendo el pie al ritmo de la música, tarareando las partes que me sabía e inventándome las partes que no.

Así pasaron otros cinco minutos, y nada del italiano.

Iba a llamar a Laura para que me sacara de esta situación, pero, la chica que me había atendido amablemente cuando entré, estaba de pie frente a mí y me miraba con cierta expectativa.

—Disculpa —dijo ella con una sonrisa en el rostro— pero el chico que se sienta del otro del local te manda esto.

Ella depositó en la mesa una rebanada de postre de mousse de chocolate cubierto con trocitos de fresas frescas.

Me quedé estupefacta por un segundo, entonces reaccioné.

— ¿Quién lo manda? —pregunté dando vistazos hacia el otro extremo del lugar, pero los únicos chicos que vi por allí eran del doble de mi edad.

Aprendiendo a ODIAR al idiotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora