Capítulo 1 parte 4

3.3K 4 0
                                    

Mientras alejaba de mi mente aquellos absurdos pensamientos llenos de rencor, recorrí el corto pasillo y empujé suavemente la puerta entreabierta del dormitorio de mi hija, quien, sentada sobre su cama, me recibió con una angelical sonrisa de oreja a oreja.

Tras un cálido abrazo, un raudal de besos y una candorosa bronca infantil, que sofoqué con facilidad haciendo uso de mi as oculto, aupé a Dana y la llevé escaleras abajo.

Hay días que dejan su indeleble huella en la vida de un hombre para siempre. Días que marcan una frontera que desearíamos no cruzar jamás, pero que no nos queda más remedio que hacerlo si queremos seguir adelante con nuestras vidas. Días que marcan un antes y un después de manera irreversible. Días en los que un individuo bajito y gordinflón, con bata blanca y un estetoscopio al cuello, te informa de que tu hija ha sufrido una lesión medular y que muy probablemente no volverá a caminar. Días que jamás se olvidan, y cuyo recuerdo permanece tan extraordinariamente nítido en tu mente que pareciera como si no tuviesen fin, como si, en realidad, una parte de nosotros mismos quedase atrapada en ellos para toda la eternidad.

Un beso de despedida a su madre y Dana volvió a rodear mi cuello con sus pequeños brazos.

—¿No te vas a llevar la silla? —sugirió mi mujer, señalando un rincón a mi espalda con un movimiento de la cabeza.

Volví la vista hacia donde María había indicado. Una espeluznante silla de ruedas plegada me devolvió la mirada, desafiante..., acusadora.

“Si hubiera dado el golpe de volante hacia el otro lado, quizá...”

—No. La llevaré tomada. —Odiaba aquella silla. Era como si una parte irracional de mi mente creyese que si no la utilizaba las cosas seguirían siendo como antes.

—Y, ¿adónde pensáis ir?

—¡Al burguer, al burguer! —gritó la niña.

La miré divertido y fingí una mueca de asco para provocarla.

—¡Porfaaa, papi!

—Ya lo has oído —dije, girándome hacia mi mujer. Dana soltó un chillido de júbilo.

Dana era una niña encantadora, de mirada inteligente e incipiente belleza heredada de su madre; probablemente la única razón por la que merecía la pena luchar en aquellos momentos. No podía permitirme el lujo de perderla a ella también y, desde hacía algún tiempo, estaba acumulando infinidad de papeletas para que así sucediera. Me juré que no volvería a fallarle. Si una hija no podía confiar en su padre, ¿en quién iba a hacerlo?

Divagaba mi mente por aquel espinoso terreno, cuando una voz monótona y aburrida me sacó de mi abstracción.

—Buenas tardes. ¿Qué van a tomar?

Al fin nos llegaba el turno tras una espera de casi diez minutos en la cola corta. Había muchísima gente para ser martes, lo cual no dejaba de ser sorprendente. Casi todo, padres solitarios con sus hijos pequeños a quienes no sabían que narices hacerles de comer cuando les tocaba a ellos recogerlos del colegio y parejas de pipiolos acaramelados con pegotes de mayonesa resbalando por sus barbillas.

Alcé la mirada hacia los paneles donde se exponía la carta de especialidades y me dispuse a elegir la hamburguesa que tuviera un aspecto menos saludable.

—Papi, yo quiero un japimil —pidió Dana en perfecto castellano.

—Vale, cariño —concedí sonriente, sin dejar de observar las engañosas instantáneas expuestas en los paneles. En realidad, ningún producto de los que allí ofrecían presentaba, una vez servido, el apetitoso aspecto que mostraban las fotografías. Por un instante imaginé ser Michael Douglas en Un día de furia, disparando con mi recortada a diestro y siniestro y reclamando a gritos que mi hamburguesa fuese como la de la foto.

Dioses TerrenalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora