Capítulo 3 parte 2

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Como en aquel momento la adrenalina que circulaba por mis venas no me permitía recordar cual de mis compañeros ejercía esa función aquella semana, decidí llamar directamente a la secretaría del Instituto y consultarlo. Mientras marcaba el número en el teclado, me percaté de que mi mano también era presa de los nervios y no dejaba de temblar.

Al octavo tono, cuando ya empezaba a impacientarme, la voz de Berta surgió del auricular.

—Instituto de Medicina Legal, dígame.

—Berta, soy Sergio. Estoy en la sala de autopsias. ¿Sabes quién está de apoyo esta semana? —contesté, atropelladamente.

—¿Tienes autopsia ya? Si acabas de empezar la guardia...

—Sí... bueno... Es que tiene su historia...

—¿Ya te la ha vuelto a colar Lucía? —me interrumpió Berta, riendo.

—Algo así —respondí, impacientándome más y más a cada segundo que pasaba y sin ninguna gana de dar explicaciones—. Oye, ¿sabes quién está o no?

—Tranquilízate un poco hombre, que te veo muy estresado. —Me pareció que consultaba unos papeles—. Mira, está... Cristina.

—Estupendo. ¿Anda por ahí?

—Pues creo que ahora mismo está viendo a un detenido que han traído del juzgado de guardia.

—¡Vaya! ¿Le puedes decir que se acerque por aquí en cuanto pueda? Es posible que tenga un homicidio entre manos.

—Descuida, enseguida se lo digo.

—Gracias. —Ya me disponía a cortar la comunicación cuando recordé que debía informar al juez de la situación—. Por cierto, ¿qué juzgado está de guardia?

—Hoy ha entrado el dos.

Eso significaba que el juez de guardia era Jaime, el decano, un tipo con malas pulgas pero muy competente y resuelto, cosa que no podía decirse de todos sus compañeros. A aquel magistrado no le iban las medias tintas, de modo que si quería que mi hipótesis del homicidio prosperase debía de aportar pruebas muy concluyentes, de lo contrario desestimaría mi teoría en un santiamén—. Vale, gracias de nuevo, Berta. Hasta luego.

Al colgar el auricular empecé a sentirme un poco más calmado. Cristina era, además de otras muchas cosas, una excelente patóloga forense. Entre los dos esclareceríamos el asunto en un abrir y cerrar de ojos y conseguiríamos pruebas suficientes para que Su Señoría abriese diligencias por homicidio.

Aguardé con ansiedad la llegada de mi compañera, fumando un cigarrillo tras otro (el cenicero se había escabullido de nuevo, pero en aquel momento me importaba un pimiento, la verdad), de pie tras la puerta de cristales que daba acceso al edificio, esperando ver aparecer su coche en cualquier momento.

Debieron de transcurrir al menos cuatro o cinco cigarros cuando, por fin, surgió de entre los árboles, saliendo de la carretera y adentrándose en la explanada del cementerio, como siempre demasiado deprisa a pesar de mis reiterados consejos sobre la velocidad adecuada a la hora de tomar aquella curva.

Cristina me había ayudado mucho desde el accidente. Siempre la encontraba dispuesta a escuchar con estoicismo mis problemas surgidos a raíz de aquél catastrófico día; mis remordimientos, mis lamentos y, por supuesto, la narración de El Sueño, que ya le había repetido, al menos, en una decena de ocasiones. Aquel ejercicio de paciencia infinita resultaba del todo inexplicable para mí, si bien no tanto para alguna que otra lengua viperina de las muchas que poblaban el Instituto.

Era poseedora de unos rasgos muy peculiares. No diría que fuese una belleza pero sí una mujer bastante atractiva. Pómulos marcados, nariz importante, labios carnosos y media melena de color negro azabache (seguramente con alguna ayuda extra) que enmarcaba un rostro casi perfectamente ovalado. La naturaleza no la había tratado nada mal, dotándola de un físico, que a sus treinta y tantos años, nada tenía que envidiar al de una estudiante universitaria.

Acomodó su coche (un llamativo escarabajo amarillo) junto al mío y se apeó con una elegancia característica. Aquella mañana vestía una blusa blanca y unos vaqueros desgastados que, en mi modesta opinión, no le sentaban nada mal.

Le abrí la puerta principal que siempre manteníamos cerrada con llave.

—¿Cómo está hoy mi forense favorito?—inquirió al llegar a mi altura, posando delicadamente una mano sobre mi hombro.

Intenté dedicarle una sonrisa de agradecimiento por su preocupación, pero lo único que asomó a mi rostro fue una extraña mueca de la que acto seguido me arrepentí.

—Pues no sé qué decirte. He tenido una noche bastante agitada.

—¡Vaya! Lo siento de veras —apuntó con un mohín. Por un momento pareció sopesar si mantener el rumbo de la conversación o darle un giro radical. Finalmente, se decantó por lo segundo—. Me ha dicho Berta que crees tener un homicidio.

—Así es. Conociéndote, estarás encantada de estar de apoyo esta semana. De otro modo te lo hubieses perdido y ya sabemos todos lo morbosa que eres —bromeé, en un vano intento por relajarme un poco.

—¿Ah, siiií? ¿Tanto crees que me conoces?—exclamó, tras una sonora carcajada, al tiempo que me propinaba un estudiado cachete en el brazo.

“Ya está. Al final las lenguas maledicientes van a estar en lo cierto. Esto es un coqueteo en toda regla.”

Opté por cortar aquella situación de raíz. No es que me desagradara. En absoluto. Pero hasta ese día, Cristina se había mantenido en su sitio y aquel no era el momento más oportuno para cambiar de actitud.

—Venga. Cámbiate y vamos a ver qué te parece a ti, que José Damián debe de estar ya subiéndose por las paredes —apremié.

—Vale, vale, ¡qué prisas, hijo! —se quejó Cristina—. Pero mientras que yo me pongo el uniforme —añadió—, ¿por qué no llamas a la jefa? Cuando yo salía del Instituto me la he tropezado en el vestíbulo. Me ha dicho que la llamases enseguida. Quiere que le expliques con detalle lo del homicidio.

—¿Ya se ha enterado?

—Chico, ¿qué quieres que te diga? Por lo visto, sí. Pero que sepas que yo no le he dicho nada. Ni siquiera me ha dejado abrir la boca. Se habrá enterado por Berta, o habrá hablado con la Policía Judicial... ¡Yo que sé!

—No. La Policía aún cree que se trata de un suicidio. No quería llamarles hasta no estar completamente seguro..., y al juez tampoco —expliqué algo extrañado—. En fin, supongo que se lo habrá contado Berta —concluí.

—Llámala y así te enteras. No seas agonías, hombre —espetó cortante. Me pareció percibir un sutil tono de impaciencia en su voz.

Decidí dejar las especulaciones a un lado y satisfacer mi curiosidad, así que me dirigí al despacho con el fin de realizar aquella llamada y salir de dudas al tiempo que Cristina desaparecía como un rayo tras la puerta de vestuarios. En aquel momento, me dio la sensación de que habíamos intercambiado los papeles y que era ella quien parecía tener una urgencia.

Dioses TerrenalesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora